jueves, 8 de octubre de 2015

LA MARAVILLOSA HISTORIA DE HENRY SUGAR

Henry Sugar tenía cuarenta y un año y era soltero. También era rico. Era rico porque había tenido un padre rico que ya había muerto. Era soltero porque era demasiado egoísta para compartir su dinero con una esposa.
Medía un metro ochenta y cinco de estatura, pero en realidad no era tan guapo como él creía.
Prestaba mucha atención a su atuendo. Encargaba sus trajes a un sastre muy caro, sus camisas a un camisero, y sus zapatos a un zapatero.
Gastaba una costosa loción para después del afeitado, y para tener las manos suaves utilizaba una crema que contenía grasa de tortuga.
Su peluquero le cortaba el pelo cada diez días y siempre aprovechaba la ocasión para hacerse la manicura.
Se había gastado una fortuna en hacerse esmaltar los dientes de arriba porque los dientes originales tenían un color amarillento bastante desagradable. Un cirujano estético le había extirpado un pequeño lunar de la mejilla izquierda.
Conducía un «Ferrari» que debía de haberle costado más o menos lo mismo que una casa de campo.
Pasaba los veranos en Londres, pero en cuanto aparecían las primeras heladas de octubre se iba a las Indias Occidentales o al sur de Francia, donde se alojaba en casa de sus amigos. Todos sus amigos eran ricos porque habían heredado dinero.
Henry no había trabajado un solo día en toda su vida y su lema personal, inventado por él mismo, era éste: Es mejor soportar una leve regañina que realizar una tarea onerosa. Sus amigos opinaban que dicho lema era divertidísimo.
Hombres como Henry Sugar los encuentras flotando a la deriva como algas por todo el mundo. Se les ve especialmente en Londres, Nueva York, París, Nassau, Montego Bay, Cannes y Saint Tropez. No son unos hombres especialmente malos. Pero tampoco son hombres buenos. No tienen verdadera importancia. Simplemente forman parte del decorado.
Todos ellos, toda la gente rica de este tipo, tienen una peculiaridad en común: sienten un tremendo deseo de hacerse aún más ricos de lo que ya son. El millón nunca es suficiente. Tampoco lo son los dos millones. Siempre sienten ese anhelo insaciable de obtener más dinero. Y eso se debe a que viven bajo el terror constante de despertarse una mañana y encontrarse con que no les queda nada en el banco.
Toda esta gente emplea los mismos métodos para tratar de incrementar su fortuna. Compran acciones y valores y contemplan cómo suben y bajan. Juegan fuertes cantidades a la ruleta y al blackjack en los casinos. Apuestan a los caballos. Apuestan a casi todo. En cierta ocasión Henry Sugar se había jugado mil libras sobre el resultado de una carrera de tortugas celebrada en el campo de tenis de lord Liverpool. Y había doblado dicha suma para jugársela con un hombre llamado Esmond Hanbury en una apuesta aún más estúpida, que era la siguiente: soltaron al perro de Henry en el jardín y lo observaron desde una ventana. Pero antes de soltar al perro, cada uno de los dos hombres tuvo que predecir cuál sería el primer objeto ante el cual el animal levantaría la pata. ¿Sería una pared, un poste, un arbusto o un árbol? Esmond eligió una pared. Henry, que llevaba días estudiando los habitas de su perro con vistas a hacer aquella apuesta precisa, escogió un árbol y ganó el dinero.
Con juegos ridículos como éstos trataban Henry y sus amigos de vencer el mortal aburrimiento que les producía el hecho de ser tan ociosos como ricos.
El propio Henry, como habrán observado, no le hacía ascos a estafar un poco a sus amigos cuando se le presentaba la oportunidad. La apuesta sobre el perro fue decididamente poco honrada. Y, si quieren saber la verdad, tampoco fue honrada la apuesta sobre la carrera de tortugas. Henry hizo trampas, ya que una hora antes del comienzo de la carrera obligó a la tortuga de su contrario a tragarse una pildorita para hacer dormir.
Y ahora que ya tienen una idea aproximada de la clase de persona que era Henry Sugar, puedo empezar mi historia.
Un fin de semana veraniego Henry cogió el coche y bajó de Londres a Guilford para pasar un par de días en casa de sir William Wyndham. La casa era magnífica y lo mismo los jardines, pero, al llegar Henry aquel sábado por la tarde, caía un fuerte chaparrón. El tenis quedaba descartado; el croquet, también. Lo mismo cabía decir de nadar en la piscina al aire libre de sir William. El anfitrión y sus invitados se sentaron en la sala de estar, contemplando con expresión aburrida la lluvia que azotaba los cristales de las ventanas. A la gente muy rica el mal tiempo les sienta como un tiro. Es la única incomodidad que su dinero no puede remediar.
Juguemos a la canasta. Cantidades elevadas —dijo uno de los que se encontraban en la sala de estar.
A los demás la idea les pareció espléndida, pero, como eran cinco personas en total, una de ellas tendría que conformarse con ver jugar a las demás. Cortaron las cartas. Henry sacó la carta más baja, la de la mala suerte.
Los otros cuatro se sentaron y empezaron a jugar. A Henry le molestó verse excluido de la partida. Salió de la sala de estar y dio un paseo por el inmenso vestíbulo. Pasó un rato contemplando los cuadros, luego siguió paseando por la casa, muerto de aburrimiento por no tener nada que hacer. Finalmente se refugió en la biblioteca.
El padre de sir William había sido un famoso coleccionista de libros y las cuatro paredes de aquella espaciosa habitación se hallaban cubiertas de libros del suelo al techo. Henry Sugar no se sintió impresionado. Ni siquiera se sintió interesado. Los únicos libros que leía él eran novelas policíacas y de aventuras. Recorrió despacio la habitación, mirando los libros por si había alguno que le gustara. Pero los que contenía la biblioteca de sir William eran todos volúmenes encuadernados en piel que ostentaban nombres tales como Balzac, Ibsen, Voltaire, Johnson y Pepys. Tonterías aburridas, todos sin excepción, según se dijo Henry. Y se disponía a salir de allí cuando le llamó la atención un libro totalmente distinto de todos los demás. Era tan delgado que no se hubiese fijado en él de no haber sobresalido un poco de los que había a uno y otro lado. Y cuando lo sacó de la estantería, vio que en realidad no era más que una libreta de ejercicios, del tipo que utilizan los escolares, con tapa de cartón. La tapa era azul oscuro, pero no había nada escrito en ella. Henry abrió la libreta. En la primera página, escrito con tinta y letras de imprenta, decía:

INFORME SOBRE UNA ENTREVISTA
CON IMHRAT KHAN, EL HOMBRE QUE
PODÍA VER SIN LOS OJOS
POR
EL DOCTOR JOHN F. CARTWRIGHT
BOMBAY, INDIA
DICIEMBRE DE 1934

Henry pensó que aquello parecía moderadamente interesante. Volvió una página. Todo lo demás venía escrito a mano con tinta negra. La letra era clara y pulcra. Henry leyó de pie las dos primeras páginas. De pronto le entraron ganas de seguir leyendo. Lo que leyó era bueno. Era fascinante. Se llevó la libreta a un sillón de cuero que había junto a la ventana y se sentó cómodamente. Luego empezó a leer de nuevo desde el principio.
He aquí lo que Henry leyó en la delgada libreta de tapas azules:
Yo, John Cartwright, soy cirujano en el Hospital General de Bombay. En la mañana del día dos de diciembre de 1934 me encontraba tomando una taza de té en el salón de descanso de los médicos. Se hallaban conmigo otros tres médicos, todos ellos disfrutando de un merecido descanso y de una taza de té. Eran el doctor Marshall, el doctor Phillips y el doctor Macfarlane. Alguien llamó a la puerta.
Adelante —dije.
La puerta se abrió y entró un indio que nos sonrió y dijo:
Les ruego que me perdonen. ¿Podría pedirles un favor, caballeros?
El salón de descanso de los médicos es un lugar de lo más privado. Nadie salvo los médicos puede entrar en él como no sea en caso de urgencia.
Esto es un salón privado —dijo secamente el doctor Macfarlane.
Sí, sí —contestó el indio—. Ya lo sé y lamento mucho irrumpir en él de esta manera, señores, pero tengo algo interesantísimo que mostrarles.
Los cuatro nos sentimos muy molestos y no dijimos nada.
Caballeros —dijo el indio—. Yo soy un hombre que puede ver sin utilizar los ojos.
Seguimos sin invitarle a seguir hablando. Pero tampoco lo echamos a patadas.
Pueden taparme los ojos con la mano del modo que les parezca —dijo—. Pueden envolverme la cabeza con cincuenta vendas y, pese a ello, podré leerles un libro.
Parecía hablar muy en serio y noté que se me empezaba a despertar la curiosidad.
Venga aquí —dije. El indio se me acercó—. Dése la vuelta —dio la vuelta. Apoyé firmemente las manos sobre sus ojos, cerrándole los párpados—. Ahora —dije— uno de los médicos presentes en esta habitación levantará algunos dedos. Dígame cuántos.
El doctor Marshall levantó siete dedos.
Siete —dijo el indio.
Otra vez —dije.
Ninguno —dijo el indio.
Una vez más —repetí.
El doctor Marshall apretó ambos puños y ocultó todos sus dedos.
Ninguno —dijo el indio.
Aparté las manos de sus ojos.
No está mal —comenté.
Un momento —dijo el doctor Marshall—. Probemos con esto.
De una percha que había en la puerta colgaba una bata blanca de médico. El doctor Marshall la descolgó y la enrolló hasta formar con ella una especie de bufanda larga. Luego envolvió con ella la cabeza del indio y anudó los extremos por detrás.
Pruebe ahora —me dijo el doctor Marshall.
Saqué una llave del bolsillo.
¿Qué es esto? —pregunté.
Una llave —contestó el indio.
Guardé la llave y levanté una mano vacía.
¿Qué es este objeto? —pregunté.
No hay ningún objeto —respondió el indio—. La mano está vacía.
El doctor Marshall destapó los ojos del hombre.
¿Cómo lo hace? —preguntó— ¿Cuál es el truco?
No hay truco alguno —dijo el indio—. Es una cosa auténtica que he logrado tras años de adiestramiento.
¿Qué clase de adiestramiento? —pregunté.
Le ruego que me perdone, señor. Pero esa es una cuestión privada.
El indio era un hombre alto de unos treinta años, de piel color marrón claro, como un coco. Lucía un bigotito negro. Además, sobre la parte exterior de las orejas le crecía un curioso mechón de pelo negro. Llevaba una túnica blanca de algodón y calzaba sandalias.
Verán, caballeros —prosiguió—. Actualmente me gano la vida trabajando en un teatro ambulante y acabamos de llegar a Bombay. Esta noche damos la función de apertura.
¿Dónde la dan? —pregunté.
En el Royal Palace Hall —contestó—. En Acacia Street. Yo soy la estrella del espectáculo. En el programa se me presenta como «Imhrat Khan, el hombre que ve sin los ojos». Y es mi deber anunciar el espectáculo a lo grande. Si no vendemos entradas, no comemos.
¿Qué tiene eso que ver con nosotros? —le pregunté.
Les interesará mucho —dijo—. Es muy divertido. Permítanme que se lo explique. Verán, siempre que nuestro teatro llega a una nueva ciudad, yo me presento en el mayor hospital que haya en ella y les pido a los médicos que me venden los ojos. Les pido que lo hagan como verdaderos expertos. Tienen que cerciorarse de que mis ojos queden completamente cubiertos varias veces. Es importante que eso lo hagan los médicos, de lo contrario la gente creería que hago trampas. Entonces, cuando estoy bien vendado, salgo a la calle y hago una cosa peligrosa,
¿Qué quiere decir con eso? —pregunté.
Lo que quiero decir es que hago algo que resulta extremadamente peligroso para alguien que no puede ver.
¿Qué es lo que hace? —pregunté.
Es muy interesante —dijo—. Y me verán hacerlo si tienen la bondad de vendarme antes. Me harían un gran favor si hicieran esto por mí, caballeros.
Miré a los demás médicos. El doctor Phillips manifestó que tenía que volver con sus pacientes, y lo mismo dijo el doctor Macfarlane. Pero el doctor Marshall dijo:
Bueno, ¿por qué no? Puede que resulte divertido. No nos llevará ni un minuto.
Estoy de acuerdo —dije—, Pero hagámoslo como es debido. Hemos de tener la certeza absoluta de que este hombre no puede ver nada.
Son ustedes muy amables —dijo el indio—. Les ruego que hagan lo que deseen.
El doctor Phillips y el doctor Macfarlane abandonaron la habitación.
Antes de vendarle —dije al doctor Marshall—, le sellaremos los párpados. Después de ello, le llenaremos las cuencas de los ojos con algo blando, sólido y pegajoso.
Sería perfecto —asintió el doctor Marshall.
¿Qué le parece un poco de masa de pan?
Sería perfecto —dijo el doctor Marshall.
De acuerdo —dije—. Si hace el favor de bajar a la panadería del hospital y pedir un poco de masa, yo mientras le llevaré al quirófano y le sellaré los párpados.
Salí del salón de descanso con el indio y echamos a andar por el largo pasillo del hospital hacia la sala de curas.
Échese aquí —dije, indicándole la cama alta. El indio se echó en ella. Saqué un frasquito del botiquín. Tenía un cuentagotas en el tapón—. Esto es una cosa que llamamos colodión —le dije—. Se endurecerá sobre sus párpados cerrados de tal modo que le será imposible abrirlos.
¿Cómo me lo saco después? —me preguntó.
Con alcohol se disolverá muy fácilmente —dije—. Es totalmente inofensivo. Ahora cierre los ojos.
El indio cerró los ojos. Apliqué el colodión sobre ambos párpados.
Manténgalos cerrados —dije—. Espere hasta que se seque.
En un par de minutos el colodión formó una película dura sobre los párpados, pegándolos fuertemente.
Trate de abrirlos —dije.
Lo intentó, pero no pudo.
El doctor Marshall entró con un plato lleno de masa de pan, de la que se utiliza normalmente en las panaderías. Era agradable y blanda. Cogí un poco y lo coloqué sobre uno de los ojos del indio. Llené toda la cuenca y dejé que un poco de masa quedase sobre la piel alrededor de los ojos. Luego apreté con fuerza los bordes. Seguidamente repetí la operación en el otro ojo.
No le escocerá demasiado, ¿verdad? —pregunté.
No —dijo el indio—. Está bien.
Encárguese usted de vendarle —le dije al doctor Marshall—. Tengo los dedos demasiado pegajosos.
Con mucho gusto —dijo el doctor Marshall—. Mire esto —cogió una bolita gruesa de algodón en rama y la colocó sobre los ojos del indio, cubiertos de masa. El algodón quedó pegado a la masa de pan—. Incorpórese, por favor —dijo el doctor Marshall.
El indio se incorporó en la cama.
El doctor Marshall cogió un rollo de venda de unos siete centímetros de ancho y procedió a enrollarla alrededor de la cabeza del indio. La venda hizo que la masa de pan y el algodón quedasen firmemente sujetos. El doctor Marshall prendió la venda con alfileres. Después cogió una segunda venda y empezó a enrollarla no sólo alrededor de los ojos del indio sino también alrededor de todo su rostro y cabeza.
Les ruego que me dejen la nariz libre para respirar —dijo el indio.
Desde luego —contestó el doctor Marshall. Terminó su tarea y prendió la venda con alfileres—. ¿Qué le parece? —preguntó.
Espléndido —dije—. No tiene ninguna posibilidad de ver a través del vendaje.
La totalidad de la cabeza del indio se hallaba ahora envuelta por un vendaje blanco y grueso, y sólo se le veía la nariz asomando entre las vendas. Parecía un hombre que acabase de sufrir una terrible operación en el cerebro.
¿Qué tal se siente? —preguntó el doctor Marshall al indio.
Muy bien —dijo el indio—. Debo felicitarles, caballeros, por el excelente trabajo que han hecho.
Pues ya puede bajarse de ahí —dijo el doctor Marshall, sonriéndome—. Ahora demuéstrenos que es capaz de ver cosas.
El indio bajó de la cama y se dirigió en línea recta hasta la puerta. La abrió y salió de la habitación.
¡Santo cielo! —exclamé—. ¿Ha visto eso? ¡Ha puesto la mano en el tirador sin equivocarse!
El doctor Marshall ya no sonreía. De pronto el rostro se le había puesto blanco.
Voy tras él —dijo, corriendo hacia la puerta.
También yo corrí hacia ella.
El indio caminaba normalmente por el pasillo del hospital. El doctor Marshall y yo le seguíamos a cosa de unos cuatro o cinco metros. Y daba miedo ver a aquel hombre con la cabeza totalmente vendada caminando despreocupadamente por el pasillo como hubiese hecho cualquier otra persona. Y daba aún más miedo cuando sabías con certeza que tenía las cuencas de los ojos llenas de masa de pan y que encima de la masa había una gruesa capa de algodón en rama y los vendajes.
Vi que un enfermero nativo venía por el pasillo en dirección al indio. El enfermero empujaba un carrito lleno de comida. De pronto el enfermero vio al indio de la cabeza blanca y se detuvo en seco. El indio vendado se apartó tranquilamente a un lado y siguió andando.
¡Lo ha visto! —exclamé—. ¡Tiene que haber visto el carrito! ¡Se ha apartado para no chocar con él! ¡Esto es realmente increíble!
El doctor Marshall no me contestó. Tenía las mejillas blancas y la cara rígida a causa del asombro y la incredulidad.
El indio llegó a las escaleras y empezó a bajarlas.
Las recorrió sin ningún contratiempo. Ni siquiera apoyó la mano en la barandilla. Varias personas subían por las escaleras. Todas ellas se detuvieron, soltaron un respingo y rápidamente se apartaron de su camino.
Al llegar al final de las escaleras, el indio giró hacia la derecha y se dirigió a las puertas que daban a la calle. El doctor Marshall y yo le seguíamos de cerca.
La entrada de nuestro hospital se encuentra algo apartada de la calle y hay una escalinata un tanto aparatosa que lleva de la entrada a un pequeño patio bordeado de acacias. El doctor Marshall y yo salimos a la cegadora luz del sol y nos detuvimos en lo alto de la escalinata. A nuestros pies, en el patio, vimos una multitud de unas cien personas. Por lo menos la mitad de ellas eran niños descalzos que empezaron a vitorear y gritar cuando el indio bajó la escalinata. El indio saludó levantando ambas manos por encima de la cabeza.
De repente vi la bicicleta. Estaba aparcada a un lado de la escalinata y junto a ella había un chico pequeño que la sostenía. Era una bicicleta del tipo corriente, pero en la parte posterior había un gran letrero que ostentaba las siguientes palabras:

IMHRAT KHAM, ¡EL HOMBRE QUE VE
SIN LOS OJOS!
¡HOY MIS OJOS HAN SIDO VENDADOS POR
MÉDICOS DEL HOSPITAL!
ACTUACIÓN ESTA NOCHE Y
TODA ESTA SEMANA EN
EL ROYAL PALACE HALL,
ACACIA STREET, A LAS 7 DE LA TARDE
¡NO SE LO PIERDAN!
VERÁN HACER MILAGROS

Nuestro indio había llegado al final de la escalinata y caminó directamente hasta la bicicleta. Dijo algo al chico que la sostenía y éste sonrió. El indio montó en la bicicleta. La multitud le abrió paso. Entonces he aquí que el sujeto de los ojos sellados y vendados cruzó el patio y se mezcló con el denso y ruidoso tráfico de la calle. Los vítores de la multitud arreciaron. Los niños descalzos salieron corriendo tras él, chillando y riendo. Durante uno o dos minutos conseguimos seguirle con la vista. Le vimos bajar estupendamente la bulliciosa calle, con los coches casi rozándole y los chiquillos corriendo tras él. Luego dobló una esquina y se perdió de vista.
Me siento aturdido —confesó el doctor Marshall—. No acabo de creérmelo.
Tenemos que creerlo —dije—. Es totalmente imposible que se haya quitado la masa de pan de debajo de los vendajes. No le hemos perdido de vista un solo momento. Además, para quitarse el colodión necesitaría algodón en rama y alcohol, y tardaría por lo menos cinco minutos.
¿Sabe qué pienso? —dijo el doctor Marshall—. Creo que hemos presenciado un milagro.
Dimos la vuelta y regresamos lentamente al hospital.
Durante el resto del día estuve ocupado atendiendo a los pacientes en el hospital. A las seis de la tarde terminó mi turno y volví en coche a mi piso para ducharme y cambiarme de ropa. Era la temporada más calurosa del año en Bombay, e incluso después de ponerse el sol el calor era como un horno abierto. Si te quedabas sentado en una silla sin hacer nada, el sudor brotaba de tu piel. El rostro te relucía a causa de la humedad durante todo el día y la camisa se te pegaba al pecho. Me di una ducha larga y fría. Me tomé un whisky con soda sentado en la veranda, sin más vestimenta que una toalla alrededor de la cintura. Luego me vestí con ropa limpia.
A las siete menos diez me encontraba ante la entrada del Royal Palace Hall en Acacia Street. No era un local de lujo. Se trataba de una de esas salas más bien pequeñas y destartaladas que pueden alquilarse por poco dinero para reuniones o bailes. Había un grupo bastante nutrido de indios enfrente de la taquilla, y sobre la entrada un cartel grande proclamaba que LA COMPAÑÍA INTERNACIONAL DE TEATRO actuaría todas las noches durante aquella semana. El cartel añadía que habría malabaristas, prestidigitadores, acróbatas, tragaespadas, comedores de fuego, encantadores de serpientes y una obra en un solo acto titulada El rajá y la mujer tigre. Mas por encima de todo esto y con letras más grandes, el cartel decía: IMHRAT KHAN, EL HOMBRE MILAGRO QUE VE SIN LOS OJOS.
Compré una entrada y entré.
El espectáculo duró dos horas. Ante mi sorpresa, disfruté mucho con él. Todos los artistas eran excelentes. Me gustó el hombre que hacía juegos malabares con utensilios de cocina. En un momento dado tuvo volando por los aires simultáneamente una cacerola, una sartén, una bandeja del horno, una fuente grande y una olla. El encantador de serpientes tenía una serpiente verde y grande que casi se levantaba sobre la punta de la cola y se balanceaba siguiendo la música de su flauta. El comedor de fuego comió fuego y el tragaespadas se metió un estoque puntiagudo hasta el estómago. Al final de todo, tras una gran fanfarria de trompetas, nuestro amigo Imhrat Khan salió a escena para ejecutar su número. Seguía llevando los vendajes que le habíamos puesto en el hospital.
Algunos miembros del público subieron al escenario para vendarle los ojos con sábanas, pañuelos y turbantes y al final había tanta tela alrededor de su cabeza, que le costaba trabajo mantener el equilibrio. Entonces le dieron un revólver. Un chiquillo salió a escena y se colocó a la izquierda. Era el mismo que aquella mañana sostuviera la bicicleta en el patio del hospital. El pequeño se colocó una lata encima de la cabeza y se quedó completamente inmóvil. Un silencio de muerte se apoderó del público mientras Imhrat Khan apuntaba con el revólver. Hizo fuego. La detonación nos hizo estremecer a todos. La lata saltó de la cabeza del chiquillo y cayó estrepitosamente al suelo. El pequeño la recogió y mostró a los espectadores el agujero producido por la bala. Todos los presentes prorrumpieron en vítores y aplausos. El chiquillo sonrió.
Luego el pequeño se colocó de espaldas a un biombo de madera e Imhrat Khan arrojó cuchillos alrededor de su cuerpo. La mayoría de ellos se clavaron en la madera a pocos milímetros del cuerpo del pequeño. Fue un número espléndido. Pocas personas habrían podido arrojar cuchillos con tanta puntería, aun teniendo los ojos destapados, pero ahí estaba Imhrat Khan, aquel tipo extraordinario, con la cabeza tan envuelta que parecía una enorme bola de nieve colocada sobre un palo, y arrojaba los cuchillos contra el biombo a escasos milímetros de la cabeza del chiquillo. El pequeño sonrió durante todo el número y, al terminar éste, el público, presa de excitación, se puso a chillar y golpear el suelo con los pies.
El último número de Imhrat Khan, aunque no fue tan espectacular, resultó aún más impresionante. Sacaron un bidón al escenario. El público fue invitado a examinarlo para cerciorarse de que en él no había ningún agujero. Efectivamente, no los había. Entonces colocaron el bidón sobre la cabeza vendada de Imhrat Khan. El barril le cubría los hombros y le llegaba hasta los codos, apretándole la parte superior de los brazos contra el cuerpo, aunque todavía podía extender los antebrazos y las manos. Alguien le puso una aguja de coser en una mano y un trozo de hilo de algodón en la otra. Sin hacer ningún movimiento en falso, enhebró pulcramente el hilo por el ojo de la aguja. Me quedé boquiabierto.
En cuanto terminó el espectáculo, me abrí paso entre el público para llegar a la parte posterior del escenario. Encontré a Imhrat Khan en un camerino pequeño pero limpio, sentado tranquilamente en un taburete de madera. El chiquillo indio le estaba quitando la masa de pañuelos y sábanas que le envolvía la cabeza.
Ah —dijo Imhrat—. Es mi amigo el médico del hospital. Pase, señor, pase.
He presenciado el espectáculo —dije.
¿Y qué le ha parecido?
Me ha gustado mucho. Ha estado usted maravilloso.
Gracias —dijo—. Es un gran cumplido.
También debo felicitar a su ayudante —dije, señalando al pequeño—. Es muy valiente.
No sabe hablar inglés —dijo el indio—. Pero le transmitiré lo que acaba de decirme usted.
Rápidamente dijo algo al pequeño en indostaní y el chiquillo movió la cabeza solemnemente pero no dijo nada.
Mire —dije—. Le hice un favor esta mañana. ¿Querría corresponder al mismo haciéndome uno a mí? ¿Accede a salir a cenar conmigo?
En la cabeza del indio ya no quedaba ninguna envoltura. Me sonrió y dijo:
Me parece que siente usted curiosidad, doctor. ¿Me equivoco?
Mucha curiosidad —dije—. Me gustaría hablar con usted.
Una vez más me llamaron la atención los mechones de pelo negro y muy espeso que le salían por las orejas. No había visto nada parecido en ninguna otra persona.
Nunca he sido interrogado por un doctor —dijo—. Pero no tengo ningún inconveniente. Sería un placer cenar con usted.
¿Le espero en el coche?
Sí, por favor —dijo—. Tengo que lavarme y quitarme esta ropa sucia.
Le describí mi coche y añadí que le esperaría fuera.
Salió del teatro quince minutos más tarde, vistiendo una túnica blanca de algodón y las sandalias de costumbre. Y pronto nos encontramos los dos cómodamente sentados en un pequeño restaurante al que yo iba algunas veces porque allí hacían el mejor curry de la ciudad. Bebí cerveza con mi curry. Imhrat Khan bebió limonada.
No soy escritor —le dije—. Soy médico. Pero si me cuenta usted su historia desde el principio, si me explica cómo obtuvo ese poder mágico que le permite ver sin los ojos, tomaré nota de ella con tanta fidelidad como me sea posible. Y puede que luego consiga que me la publiquen en la Britisb Medical Journal o incluso en alguna revista francesa. Y dado que soy médico y no un escritor que trata de vender una historia por dinero, la gente se sentirá mucho más inclinada a tomar en serio lo que diga. Sería una ayuda para usted que se le conociese mejor, ¿no es así?
Sería una gran ayuda —dijo—. ¿Pero por qué quiere usted hacer esto?
Pues porque estoy loco de curiosidad —repuse—. Esa es la única razón.
Imhrat Khan tomó un bocado de arroz con curry y lo masticó despacio. Luego dijo:
Muy bien, amigo mío. Lo haré.
¡Espléndido! —exclamé—. Volvamos a mi piso en cuanto acabemos de comer y allí podremos hablar sin que nadie nos moleste.
Terminamos de cenar. Pagué la cuenta. Luego llevé a Imhrat Khan a mi piso.
Al entrar en mi sala de estar, saqué papel y lápices para poder tomar notas. Tengo una especie de taquigrafía propia que utilizo para tomar nota de la historia médica de los pacientes y con la que puedo anotar la mayor parte de lo que dice una persona si no habla demasiado aprisa. Creo que pesqué casi todo lo que Imhrat Khan me dijo aquella noche, palabra por palabra, y aquí lo tienen. Se lo doy a ustedes tal como él me lo contó.
Soy indio, hindú —dijo Imhrat Khan— y nací en Akhnur, en el estado de Cachemira, en 1905. Mi familia es pobre y mi padre trabajaba de revisor en el ferrocarril. Cuando tenía trece años, un prestidigitador indio viene a nuestra escuela y da una función. Recuerdo que se llama profesor Moor —en la India todos los prestidigitadores se hacen llamar «profesor»— y sus trucos son muy buenos. Quedo tremendamente impresionado. Me parece que es magia auténtica. Siento, ¿cómo le diría?, siento un deseo poderoso de aprender esta magia, así que dos días después me escapo de casa, decidido a encontrar y seguir a mi nuevo héroe, el profesor Moor. Me llevo todos mis ahorros, catorce rupias, y sólo la ropa que llevo puesta. Llevo un dhoti blanco y sandalias. Esto ocurre en 1918 y yo tengo trece años.
»Averiguo que el profesor Moor se ha ido a Lahore, a trescientos veinte kilómetros de allí, así que yo solo compro un billete, de tercera clase, y cojo el tren para seguirle. En Lahore localizo al profesor. Trabaja como prestidigitador en un espectáculo muy barato. Le hablo de mi admiración y me ofrezco a él como ayudante. Me acepta. ¿Mi paga? Ah, sí, mi paga es de ocho annas al día.
»El profesor me enseña a hacer el truco de juntar los anillos y mi trabajo consiste en colocarme en la calle, ante la puerta del teatro, y ejecutar este truco e invitar a la gente a entrar y ver el espectáculo.
»Durante seis semanas enteras esto está muy bien. Es mucho mejor que ir a la escuela. Pero luego qué terrible bomba me cae encima al comprender de repente que la magia del profesor Moor no es auténtica, que todo son trucos y rapidez de manos. Inmediatamente el profesor deja de ser mi héroe. Pierdo todo el interés por mi trabajo, pero al mismo tiempo toda mi mente se llena de un anhelo muy fuerte. Anhelo por encima de todas las cosas aprender la magia verdadera y descubrir algo sobre el poder extraño llamado yoga.
»Para ello debo encontrar un yogui que esté dispuesto a aceptarme como discípulo. Esto no va a ser fácil. Los yoguis verdaderos no crecen en los árboles. Hay muy pocos de ellos en toda la India. Además, son gente fanáticamente religiosa. Por lo tanto, si quiero encontrar un maestro, tendré que fingir que también yo soy un hombre muy religioso.
»No, en realidad no soy religioso. Y debido a eso, soy lo que usted llamaría un tramposo. Quería adquirir poderes yóguicos por razones puramente egoístas. Quería utilizar estos poderes para obtener fama y fortuna.
»Ahora bien, esto era algo que el yogui verdadero despreciaría más que cualquier otra cosa en el mundo. De hecho, el yogui verdadero cree que cualquier yogui que haga mal uso de sus poderes morirá pronto y repentinamente. Un yogui jamás debe actuar en público. Debe practicar su arte sólo en la más absoluta intimidad y como oficio religioso, de lo contrario será castigado con la muerte. Esto yo no me lo creía y aún no me lo creo.
»De modo que ahora empieza mi búsqueda de un instructor yóguico. Abandono al profesor Moor y me voy a una ciudad llamada Amritsar, en el Punjab, donde me uno a una compañía teatral ambulante. Tengo que ganarme la vida mientras busco el secreto, y ya he tenido éxito como actor aficionado en la escuela. Así que durante tres años viajo con este grupo de teatro por todo el Punjab y al final, cuando ya tengo dieciséis años y medio, ocupo el primer lugar en los carteles. Durante todo el tiempo voy ahorrando dinero y ahora ya he juntado una suma muy grande: dos mil rupias.
»Es en este momento cuando tengo noticia de un hombre llamado Banerjee. Este Banerjee, según se dice, es uno de los yoguis verdaderamente grandes de la India y posee poderes extraordinarios. Por encima de todo, la gente cuenta que ha adquirido el raro poder de la levitación, de manera que cuando reza todo su cuerpo abandona el suelo y queda suspendido en el aire, a cuarenta y cinco centímetros del suelo.
»Ajá, me digo, sin duda éste es el hombre que me conviene. Este Banerjee es al que debo buscar. Así que en el acto cojo mis ahorros, abandono a la compañía teatral y me dirijo a Rishikesh, a orillas del Ganges, donde, según los rumores, vive Banerjee.
»Durante seis meses busco a Banerjee. ¿Dónde está? ¿Dónde? ¿Dónde está Banerjee? Ah, sí, dicen que en Rishikesh, Banerjee ciertamente ha estado en la ciudad, pero de eso ya hace algún tiempo e incluso entonces nadie le vio. ¿Y ahora? Ahora Banerjee se ha ido a otro lugar. ¿Qué otro lugar? Ah, bien, dicen, ¿cómo podemos saberlo? ¿Cómo? ¿Cómo puede uno conocer los movimientos de alguien como Banerjee? ¿Acaso no lleva una vida de retiro absoluto? ¿No? Y yo digo que sí. Sí, sí, sí. Desde luego. Eso es obvio. Incluso para mí.
»Gasto todos mis ahorros tratando de encontrar a Banerjee, todos excepto treinta y cinco rupias. Pero no sirve de nada. Sin embargo, me quedo en Rishikesh y me gano la vida haciendo trucos corrientes de prestidigitación para grupos pequeños y así. Estos son los trucos que he aprendido del profesor Moor y por naturaleza mis juegos de manos son muy buenos.
«Entonces, un día me encuentro sentado en el pequeño hotel de Rishikesh y de nuevo oigo hablar del yogui Banerjee. Un viajero cuenta que ha oído decir que Banerjee ahora vive en la jungla, no muy lejos de allí, mas en la espesa jungla y completamente solo.
»Pero, ¿dónde?
»El viajero no está seguro de dónde. "Posiblemente", dice, "allí arriba, en esa dirección, al norte de la ciudad", y señala con el dedo.
»Bueno, con eso me basta. Me voy al mercado y empiezo a regatear para alquilar una tonga, que es un caballo y un carro, y justo cuando estoy terminando la transacción con el cochero se me acerca un hombre que nos ha estado escuchando y dice que él también va en esa dirección. Dice que puede hacer parte del viaje conmigo y compartir los gastos. Me alegro mucho de ello, como es natural, y nos ponemos en marcha, el hombre y yo sentados en el carro y el cochero conduciendo el caballo. Seguimos un sendero muy estrecho que cruza la jungla.
»Y entonces, ¡qué fantástico golpe de suerte tengo! Hablo con mi compañero y averiguo que es discípulo nada menos que del mismísimo Banerjee y que precisamente se dirige a visitar a su maestro. Así que, sin andarme por las ramas, le digo que a mí también me gustaría hacerme discípulo del yogui.
»Se vuelve y me mira fijamente largo rato y no habla durante tres minutos quizás. Luego dice, sin alzar la voz: "No, eso es imposible."
»De acuerdo, me digo a mí mismo, ya veremos. Luego le pregunto si realmente es verdad que Banerjee levita cuando reza.
»"Sí", dice. "Eso es verdad. Pero a nadie se le permite ver cómo lo hace. A nadie se le permite jamás acercarse a Banerjee cuando está rezando."
»Así que seguimos un rato más en la tonga, sin dejar de hablar de Banerjee, y, por medio de preguntas cuidadosas y sutiles, consigo averiguar varias cosas sobre él, como, por ejemplo, a qué hora del día comienza sus rezos. Al cabo de poco tiempo, el hombre dice: "Le dejaré aquí. Aquí es donde me apeo."
»Le dejo allí y finjo seguir mi camino, pero, al doblar una curva, le digo al cochero que se detenga y espere. Rápidamente salto del carro y regreso sigilosamente por el sendero, buscando a este hombre, el discípulo de Banerjee. No está en el sendero. Ya ha desaparecido en el interior de la jungla. ¿Pero en qué dirección? ¿Por qué lado del sendero? Me quedo muy quieto y escucho.
»Oigo una especie de crujido en la maleza. Me digo que debe de ser él. Si no es él, entonces es un tigre. Pero es él. Le veo delante de mí. Avanza por la jungla espesa. Por donde camina no hay siquiera un sendero angosto y tiene que abrirse paso entre bambúes altos y toda clase de vegetación espesa. Le sigo sigilosamente. Me mantengo a unos cien metros de él porque temo que me oiga. Desde luego, yo puedo oírle a él. Es imposible avanzar en silencio por la jungla muy espesa, y cuando le pierdo de vista, cosa que ocurre muy a menudo, puedo seguirle por el ruido.
»Durante cerca de media hora continúa este tenso juego. Entonces, súbitamente, ya no puedo oír al hombre que va delante de mí. Me detengo y escucho. La jungla está silenciosa. Me aterra la idea de que tal vez le haya perdido. Avanzo sigilosamente un poco más y de pronto, a través de la espesa maleza, veo ante mí un pequeño claro y en medio del claro hay dos chozas. Son chozas pequeñas, construidas enteramente con hojas y ramas de la jungla. El corazón me da un salto y siento una gran excitación dentro de mí porque esto, lo sé con seguridad, es el lugar de Banerjee, el yogui.
»El discípulo ya ha desaparecido. Debe de haberse metido en una de las chozas. Todo está silencioso. Así que procedo a efectuar una inspección muy detenida de los árboles, los arbustos y las demás cosas de los alrededores. Hay un pequeño charco junto a la choza más cercana y junto al charco veo una esterilla para rezar y me digo que ahí es donde Banerjee medita y reza. Cerca de este charco, a menos de treinta metros, hay un árbol grande, un baobab de ramas gruesas y frondosas que se extienden de tal modo que se puede colocar una cama sobre ellas y tenderse en la cama, y ello sin que te puedan ver desde abajo. Ese será mi árbol, me digo a mí mismo. Me esconderé en ese árbol y esperaré hasta que Banerjee salga a rezar. Entonces podré verlo todo.
»Pero el discípulo me ha dicho que la hora de rezar no es hasta las cinco o las seis de la tarde, así que tengo que esperar varias horas. Por consiguiente, vuelvo a cruzar la jungla hasta la carretera y hablo con el cochero de la tonga. Le digo que él también tiene que esperar. Para ello tengo que pagarle dinero extra, pero no me importa porque ahora estoy tan excitado que en este momento no me importa nada, ni siquiera el dinero.
»Y durante todo el caluroso mediodía de la jungla espero junto a la tonga y sigo esperando bajo el intenso y húmedo calor de la tarde y luego, al acercarse las cinco, me abro paso silenciosamente por la jungla para regresar a la choza, con el corazón latiéndome tan aprisa que siento cómo sacude todo mi cuerpo. Me encaramo a mi árbol y me escondo entre las hojas, de tal manera que pueda ver sin ser visto. Y espero. Espero durante cuarenta y cinco minutos.
»¿Un reloj? Sí, llevo un reloj de pulsera. Lo recuerdo claramente. Era un reloj que había ganado en una rifa y me sentía orgulloso de ser su propietario. En la esfera de mi reloj constaba el nombre del fabricante, la "Islamia Watch Co.", de Ludhiana. Y así, con mi reloj, cuido de medir todo lo que pasa porque quiero recordar cada uno de los detalles de esta experiencia.
»Sigo sentado en el árbol, esperando.
»Entonces, de pronto un hombre sale de la choza. Es un hombre alto y delgado. Viste un dhoti color naranja y lleva ante sí una bandeja con recipientes de latón e incensarios. Se sienta con las piernas cruzadas en la esterilla que hay junto al charco, colocando la bandeja en el suelo ante él, y todos los movimientos que hace parecen muy serenos y delicados. Se inclina hacia adelante, coge un poco de agua del charco y la arroja por encima del hombro. Coge el incensario y lo mueve de un lado a otro por delante de su pecho, lentamente, con calma. Apoya las palmas de las manos en las rodillas. Hace una pausa. Aspira hondo por la nariz. Puedo ver cómo aspira hondo y de repente veo que su cara está cambiando, hay una especie de brillo sobre todo su rostro, una especie de... bueno, una especie de brillo sobre su piel, y puedo ver que su cara está cambiando.
»Durante catorce minutos permanece totalmente inmóvil en la misma posición y entonces, cuando le miro, veo que, sin lugar a dudas, su cuerpo se levanta poco a poco... poco a poco... poco a poco del suelo. Sigue sentado con las piernas cruzadas, las palmas de las manos apoyadas en las rodillas, y todo su cuerpo se levanta lentamente del suelo, alzándose en el aire. Se encuentra sentado a treinta centímetros del suelo... treinta y siete... cuarenta y cinco... cincuenta... y no tarda en estar a por lo menos sesenta centímetros de la esterilla.
»Yo permanezco totalmente inmóvil en lo alto del árbol, observando, y no paro de decirme a mí mismo: ahora mira cuidadosamente. Ante ti, a unos treinta metros, hay un hombre sentado con gran serenidad en el aire. ¿Le estás viendo? Sí, le estoy viendo. Pero ¿estás seguro de que no se trata de una ilusión? ¿Estás seguro de que no hay engaño? ¿Estás seguro de que no son imaginaciones tuyas? ¿Estás seguro? Sí, estoy seguro, digo. Estoy seguro. Le miro fijamente, maravillándome. Durante largo rato sigo mirándole fijamente y entonces veo que lentamente el cuerpo vuelve a bajar poco a poco hacia tierra. Lo veo bajar suavemente, despacio, descendiendo sobre la tierra hasta que sus nalgas de nuevo reposan en la esterilla.
»¡Cuarenta y seis minutos, según mi reloj, ha permanecido suspendido el cuerpo! Los he cronometrado.
»Y luego, durante largo rato, durante más de dos horas, el hombre permanece sentado absolutamente inmóvil, como una persona de piedra, sin hacer el más leve movimiento. A mí no me parece que esté respirando. Sus ojos están cerrados y sigue habiendo aquel brillo en su rostro y también su expresión ligeramente sonriente, una cosa que no he vuelto a ver en ninguna otra cara desde entonces.
»Por fin se mueve. Mueve las manos. Se levanta. Vuelve a inclinarse. Recoge la bandeja y regresa lentamente al interior de la choza. Estoy asombrado. Me siento exaltado. Me olvido de toda cautela y bajo rápidamente del árbol, corro directamente hasta la choza y cruzo la puerta. Banerjee está inclinado, lavándose los pies y las manos. Se encuentra de espaldas a mí, pero me oye, se vuelve rápidamente y yergue el cuerpo. Muestra una gran sorpresa en su cara y la primera cosa que dice es: "¿Cuánto tiempo has estado aquí?" Lo dice secamente, como si no estuviera contento.
»En el acto le cuento toda la verdad, toda la historia sobre que he estado arriba en el árbol, observándole, y al final le digo que no hay nada que quiera en la vida salvo convertirme en su discípulo. Le pido si por favor me dejará ser su discípulo.
»De pronto parece estallar. Se pone furioso y empieza a gritarme: "¡Fuera! ¡Fuera de aquí! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera! —y, empujado por la furia, coge un ladrillo pequeño y me lo arroja y me da en la pierna derecha justo debajo de la rodilla y me abre la carne. Todavía tengo la cicatriz. Voy a enseñársela. Aquí, ¿ve?, justo debajo de la rodilla.
»La ira de Banerjee es terrible y estoy muy asustado. Doy la vuelta y salgo corriendo. Regreso a todo correr por la jungla hasta donde me espera el cochero de la tonga y volvemos a Rishikesh. Pero aquella noche recobro el valor. Tomo una decisión y es ésta: que volveré cada día a la choza de Banerjee e insistiré una y otra vez hasta que al final tenga que aceptarme como discípulo, para conseguir un poco de paz.
»Esto hago. Cada día voy a verle y cada día su ira cae sobre mí como un volcán. El chilla y grita, y yo me quedo allí de pie, asustado pero también obstinado, repitiéndole siempre mi deseo de ser discípulo suyo. Durante cinco días es así. Entonces, durante mi sexta visita, de repente parece que Banerjee se calma, se muestra cortés. Me explica que él no puede tomarme como discípulo. Pero me dará una nota, dice, para otro hombre, un amigo, un gran yogui, que vive en Hardwar. Debo ir allí y recibiré ayuda e instrucción.
Imhrat Khan hizo una pausa y me preguntó si por casualidad tenía un vaso de agua. Fui a buscárselo. Bebió un trago largo, luego prosiguió su historia:
Esto sucede en 1922 y yo tengo casi diecisiete años. De manera que me voy a Hardwar. Y allí encuentro al yogui y, como tengo una carta del gran Banerjee, consiente en instruirme.
»Ahora bien, ¿en qué consiste esta instrucción?
»Se trata, por supuesto, de la parte crítica de todo el asunto. Es lo que he estado anhelando y buscando, de modo que puede usted tener la seguridad de que soy un alumno aplicado.
»La primera instrucción, la parte más elemental, consiste en tener que practicar los ejercicios físicos más difíciles, todos ellos relacionados con el control de los músculos y la respiración. Pero después de varias semanas de esto, incluso un alumno aplicado se impacienta. Le digo al yogui que son mis poderes mentales los que deseo desarrollar, no los físicos.
»El me contesta: "Si desarrollas el control de tu cuerpo, entonces el control de tu mente será una cosa automática." Pero yo quiero ambos a la vez y sigo pidiéndoselo, y al final él dice: "Muy bien, te daré unos cuantos ejercicios para ayudarte a concentrar la mente consciente".
»"¿La mente consciente?", pregunto. "¿Por qué dices la mente consciente?''
»"Porque cada hombre tiene dos mentes, la consciente y la subconsciente. La mente subconsciente está muy concentrada, pero la mente consciente, la que todo el mundo utiliza, es una cosa desparramada, no concentrada. Se ocupa de millares de cosas distintas, las cosas que ves a tu alrededor y las cosas en las que piensas. De modo que debes aprender a concentrarla de tal manera que puedas imaginarte una cosa cuando lo desees, una cosa sólo y absolutamente ninguna otra. Si trabajas mucho para conseguirlo, serás capaz de concentrar tu mente, tu mente consciente, en cualquier objeto que elijas durante tres minutos y medio por lo menos. Pero eso te llevará alrededor de quince años."
»"¡Quince años!'', exclamo.
»"Puede que más", dice él. "Quince años es el tiempo normal.
»"¡Pero para entonces ya seré viejo!"
»"No desesperes", dice el yogui. "El tiempo varía en cada caso. Algunos tardan diez años, unos pocos pueden tardar menos y en ocasiones extremadamente raras se presenta una persona especial capaz de desarrollar el poder en uno o dos años solamente. Pero eso es un caso de cada millón."
»"¿ Quiénes son estas personas especiales?", pregunto. "¿Se las ve distintas del resto de la gente?"
»"Parecen iguales", dice él. "Una persona especial podría ser un humilde barrendero o un obrero industrial. O podría ser un rajá. No hay forma de saberlo antes de que empiece el adiestramiento."
»"¿De veras es tan difícil", pregunto, "concentrar la mente en un solo objeto durante tres minutos y medio?"
»"Es :así imposible", contesta. "Pruébalo y lo verás. Cierra los ojos y piensa en algo. Piensa en un único objeto. Imagínatelo. Velo ante ti. Y en el espacio de unos segundos tu mente empezará a divagar. Otros pensamientos pequeños penetrarán en ella» Otras visiones acudirán a ti. Es una cosa muy difícil."
»Así habló el yogui de Hardwar.
»Y así empiezan mis ejercicios reales. Cada noche me siento, cierro los ojos y me imagino el rostro de la persona a la que más quiero, que es mi hermano. Me concentro en imaginar su cara. Pero en el instante en que mi mente comienza a divagar, interrumpo el ejercicio y descanso unos minutos. Luego vuelvo a intentarlo.
»Después de tres años de práctica diaria, soy capaz de concentrarme absolutamente en la cara de mi hermano durante un minuto y medio. Voy progresando. Pero sucede una cosa interesante. Al hacer estos ejercicios, pierdo por completo el sentido del olfato. Y hasta hoy jamás ha vuelto a mí.
»Entonces la necesidad de ganarme la vida para comprar alimentos me obliga a abandonar Hardwar. Me voy a Calcuta, donde hay mejores oportunidades y allí no tardo en empezar a ganar bastante dinero dando funciones de prestidigitación. Pero siempre continúo con los ejercicios. Cada noche, esté donde esté, me instalo en un rincón tranquilo y practico la concentración de la mente en el rostro de mi hermano. De vez en cuando elijo algo menos personal como, por ejemplo, una naranja o unas gafas y eso lo hace aún más difícil.
»Un día viajo de Calcuta a Dacca, en la Bengala Oriental, para dar una función de prestidigitación en un colegio que hay allí, y mientras me encuentro en Dacca casualmente asisto a una demostración de andar sobre el fuego. Hay mucha gente presenciándola. Hay una gran zanja cavada a los pies de un declive cubierto de césped. Cientos y cientos de espectadores se encuentran sentados en la hierba mirando la zanja.
»La zanja tiene unos siete metros de largo. La han llenado de troncos, leña y carbón vegetal y sobre todo ello han vertido un montón de parafina. Han prendido fuego a la parafina y en poco rato la zanja entera se ha transformado en un horno al rojo vivo. El calor es tan intenso que los hombres que la alimentan con leña tienen que llevar gafas ahumadas. Sopla un viento fuerte que aviva el carbón vegetal hasta ponerlo casi candente.
»Entonces se adelanta el indio que camina sobre el fuego. Va desnudo a excepción de un pequeño taparrabo y lleva los pies descalzos. La multitud enmudece. El indio entra en la zanja y la recorre en toda su longitud, pisando el carbón candente. No se detiene. Tampoco se da prisa. Sencillamente > amina sobre los carbones candentes y sale por el otro extremo. Y sus pies ni siquiera están chamuscados. Muestra las plantas de sus pies a la multitud. La multitud las contempla con asombro.
»Entonces el indio recorre la zanja de nuevo. Esta vez lo hace aún más despacio, y mientras pasa por encima del fuego veo que en su cara hay una expresión de, concentración pura y absoluta. Este hombre, me digo, ha practicado el yoga. Es un yogui.
»Después de la función, el indio que camina sobre el fuego se dirige a la muchedumbre y pregunta si hay alguien con valor suficiente para bajar y caminar sobre el fuego. Los espectadores callan. De pronto siento una oleada de excitación en el pecho. Esta es mi oportunidad. Debo aprovecharla. Debo tener fe y valor. Debo intentarlo. Llevo ya tres años y pico haciendo mis ejercicios de concentración y ha llegado el momento de someterme a una prueba severa.
»Mientras pienso todo esto, un voluntario surge de entre el público. Es un indio joven. Anuncia que le gustaría probar de andar sobre el fuego. Esto hace que me decida, de modo que también me adelanto y anuncio mi propósito. La gente nos vitorea a los dos.
»Ahora el indio que antes caminara sobre el fuego se convierte en el supervisor. Le dice al otro voluntario que él será el primero. Le ordena que se quite el dhoti, ya que de lo contrario, dice, el borde se incendiará a causa del calor. Y las sandalias también tiene que quitárselas.
»El joven indio hace lo que le dicen. Pero ahora que se encuentra cerca de la zanja y empieza a sentir el terrible calor que surge de ella, pone cara de asustado. Retrocede unos cuantos pasos, tapándose los ojos con las manos para protegérselos del calor.
»"No tienes que hacerlo si no quieres", le dice el indio que hace de supervisor.
»La multitud espera y contempla, presintiendo el drama.
»El joven, aunque está muerto de miedo, desea demostrar su valentía y dice: "Claro que lo haré."
»Y así diciendo, echa a correr hacia la zanja. Mete un pie en ella, luego el otro. Profiere un terrible alarido, salta de la zanja y cae al suelo. El pobre se retuerce y chilla de dolor. Las plantas de sus pies han sufrido graves quemaduras y parte de la piel se ha desprendido. Dos amigos suyos corren hacia él y se lo llevan.
»" Ahora es tu turno", dice el supervisor. "¿Estás dispuesto?"
»"Estoy dispuesto", digo. "Pero os ruego que guardéis silencio mientras me preparo."
»Un gran silencio se ha apoderado de la multitud. Han visto cómo un hombre sufría graves quemaduras. ¿Estará el segundo lo bastante loco como para hacer lo mismo?
»"¡No lo hagas! ¡Estás loco!", grita un espectador. Otros unen sus voces a la del primero y me gritan que desista. Me vuelvo de cara a ellos y levanto las manos pidiendo silencio. Dejan de gritar y me miran fijamente. Todos los ojos que hay en aquel lugar están vueltos hacia mí.
»Siento una serenidad extraordinaria.
»Me quito el dhoti por la cabeza. Me despojo de las sandalias. Quedo sin más ropa que los calzoncillos. Permanezco muy quieto y cierro los ojos. Empiezo a concentrar mi mente. Me concentro en el fuego. No veo nada más que carbones candentes y me concentro en pensar que no queman sino que están fríos. Los carbones están fríos, me digo a mí mismo. No pueden quemarme. Es imposible que me quemen porque no hay calor en ellos. Dejo pasar medio minuto. Sé que no debo esperar demasiado tiempo, porque sólo puedo concentrarme absolutamente en una cosa durante un minuto y medio.
»Sigo concentrándome. Me concentro tanto que caigo en una especie de trance. Pongo los pies sobre los carbones. Camino bastante aprisa a lo largo de toda la zanja. ¡Y no me quemo!
»La gente se vuelve loca. Chilla y vitorea. El supervisor se me acerca rápidamente y examina las plantas de mis pies. No puede creer lo que ve. No hay ni una sola señal de quemadura en ellas.
»"¡Ay!", exclama. "¿Qué es esto? ¿Eres un yogui?"
»"Voy en camino de serlo, señor", contesto orgullosamente. "Voy en camino de serlo."
»Después de eso, me visto y me marcho rápidamente de aquí, evitando el gentío.
»Desde luego, estoy excitado. "Ya viene a mí", digo. "Por fin el poder viene hacia mí." Y durante todo el rato recuerdo otra cosa. Recuerdo una cosa que me dijo el viejo yogui de Hardwar. Me dijo: "Se sabe que ciertas personas santas desarrollaron su concentración hasta tal punto que podían ver sin utilizar los ojos." Sigo recordando estas palabras y sigo anhelando el poder de hacer yo lo mismo. Y después del éxito obtenido caminando sobre el fuego, decidí que lo concentraría todo en este único objetivo: ver sin los ojos.
Imhrat Kham interrumpió la narración; era sólo la segunda vez que lo hacía hasta entonces. Bebió otro sorbo de agua, luego se reclinó en la silla y cerró los ojos.
Trato de ponerlo todo en orden correcto —dijo—. No quiero olvidarme de nada.
Lo está haciendo muy bien —le dije—. Prosiga.
Muy bien. Así que todavía estoy en Calcuta y acabo de obtener un éxito caminando sobre el fuego. Y ahora he decidido concentrar toda mi energía en esta única cosa, que es ver sin los ojos.
»Ha llegado el momento, por lo tanto, de hacer un ligero cambio en los ejercicios. Ahora cada noche enciendo una vela y empiezo contemplando fijamente la llama. La llama de una vela, como usted sabe, tiene tres partes separadas: la amarilla arriba, la malva más abajo y la negra en el centro. Coloco la vela a cuarenta centímetros de mi cara. La llama está exactamente al nivel de mis ojos. No debe estar ni más arriba ni más abajo. Tiene que estar exactamente al mismo nivel porque entonces no debo hacer ni el más ligero ajuste de los músculos oculares para mirar hacia arriba o hacia abajo. Me instalo cómodamente y empiezo a mirar con fijeza la parte negra de la llama, justo en el centro. Todo esto es sólo para concentrar mi mente consciente, para vaciarla de todo cuanto me rodea. De manera que miro fijamente la parte negra de la llama hasta que todo lo que me rodea ha desaparecido y no puedo ver nada más. Entonces cierro lentamente los ojos y empiezo a concentrarme como de costumbre en un solo objeto de mi elección, el cual, como usted sabe, suele ser el rostro de mi hermano.
»Hago esto cada noche antes de irme a la cama y en 1929, cuando tengo veinticuatro años, puedo concentrarme en un objeto durante tres minutos sin que mi mente divague. Así que es ahora, en este momento, cuando tengo veinticuatro años, cuando empiezo a notar una leve capacidad para ver un objeto con los ojos cerrados. Es una capacidad muy leve, justo una sensación pequeña y rara de que, al cerrar los ojos y mirar intensamente algo, concentrándome mucho en ello, entonces puedo ver el contorno del objeto que estoy mirando.
»Poco a poco empiezo a desarrollar mi sentido interno de la vista.
»Me pregunta usted qué quiero decir con eso. Se lo explicaré exactamente igual que el yogui de Hardwar me lo explicó a mí.
»Verá usted, todos nosotros tenemos dos sentidos de la vista, del mismo modo que tenemos dos sentidos del olfato, del gusto y del oído. Está el sentido externo, el sentido sumamente desarrollado que utilizamos todos, y existe también el sentido interno. Si pudiéramos desarrollar estos sentidos internos que tenemos, entonces podríamos olfatear sin la nariz, gustar sin la lengua, oír sin las orejas y ver sin los ojos. ¿No lo comprende? ¿No se da cuenta de que la nariz, la lengua, las orejas y los ojos son sólo... cómo decírselo... son instrumentos que ayudan a transmitir la sensación propiamente dicha al cerebro?
»Y así, constantemente, lucho por desarrollar mis sentidos internos de la vista. Ahora cada noche hago mis ejercicios acostumbrados con la llama de la vela y el rostro de mi hermano. Después descanso un ratito. Bebo una taza de café. Luego me vendo los ojos y me siento en la silla intentando imaginar, intentando ver, no sólo imaginar, sino ver realmente sin los ojos cada uno de los objetos que hay en la habitación.
»Y poco a poco el éxito viene a mí.
»Pronto trabajo con una baraja. Cojo un naipe de la parte superior de la baraja y lo sostengo ante mí, con el dorso hacia mí, tratando de ver a través de él. Luego, con un lápiz en la mano, escribo lo que creo que es. Cojo otro naipe y vuelvo a hacer lo mismo. Repito la operación con todo el resto de la baraja y cuando termino cotejo lo que he escrito con los naipes depositados sobre la mesa. Casi en seguida acierto en un sesenta o setenta por ciento de los casos.
»Hago otras cosas. Compro mapas y complicadas cartas de navegación y los clavos en todas las paredes del cuarto. Me paso horas mirándolos con los ojos vendados, intentando verlos, tratando de leer la letra pequeña que indica los lugares y los ríos. Durante los cuatro años siguientes cada noche llevo a cabo esta clase de prácticas.
»Al llegar el año 1933, es decir, el año pasado, cuando tengo veintiocho años, puedo leer un libro. Puedo vendarme los ojos por completo y leer un libro de cabo a rabo.
»Así que por fin lo he conseguido, este poder. Ya estoy seguro de que es mío y en seguida, como la impaciencia me impide esperar, incluyo el número de los ojos vendados en mi función de prestidigitación.
»Al público le encanta. Aplauden a rabiar. Pero ni un solo espectador cree que sea auténtico. Todo el mundo cree que se trata de otro truco inteligente. Y el hecho de que yo sea prestidigitador no hace sino convencerles aún más de que hago trampa. Los prestidigitadores son hombres que te engañan. Te engañan con destreza. Y, por consiguiente, nadie me cree. Incluso los médicos que me vendan los ojos expertamente se niegan a creer que alguien pueda ver sin utilizar los ojos. Olvidan que puede haber otras maneras de enviar la imagen al cerebro.
¿Cuáles son esas otras maneras? —le pregunté.
Con toda sinceridad, no sé cómo es exactamente que puedo ver sin los ojos. Pero lo que sí sé, es esto: cuando los tengo vendados, no utilizo los ojos para nada. De ver se encarga otra parte de mi cuerpo.
¿Qué parte? —le pregunté.
Cualquiera, siempre y cuando la piel esté desnuda. Por ejemplo, si coloca usted una plancha de metal delante de mí y luego pone un libro detrás del metal, no puedo leer el libro. Pero si me permite pasar la mano por detrás de la plancha de metal, de manera que la mano vea el libro, entonces sí puedo leerlo.
¿Le importaría que hiciera una prueba? —pregunté.
En absoluto.
No tengo en casa ninguna plancha de metal —dije—. Pero la puerta servirá para el caso.
Me levanté y, acercándome a la librería, cogí el primer libro que encontré a mano. Era Alicia en el país de las maravillas. Abrí la puerta y le pedí a mi invitado que se colocase detrás de ella. Abrí el libro al azar y lo coloqué en una silla al otro lado de la puerta. Luego me coloqué en un punto desde el que pudiera ver tanto al hombre como al libro.
¿Puede leer ese libro? —le pregunté.
No —contestó—. Por supuesto que no.
De acuerdo. Ahora puede pasar la mano por detrás de la puerta, pero sólo la mano.
Deslizó la mano por el borde de la puerta hasta que quedó a la vista del libro. Entonces vi que los dedos de la mano se separaban unos de otros, abriéndose mucho, empezando a temblar ligeramente, palpando el aire como las antenas de un insecto. Y la mano se volvió de modo que el dorso quedase de cara al libro.
Trate de leer la página de la izquierda desde arriba —dije.
Hubo un silencio durante quizás diez segundos, luego el indio, tranquilamente, sin pausa, empezó a leer: «¿Has resuelto ya el acertijo?», dijo el Sombrerero, volviéndose de nuevo hacia Alicia. «No, me rindo», replicó Alicia: «¿Cuál es la respuesta?». «No tengo la menor idea», dijo el Sombrerero. «Yo tampoco», dijo la Liebre. Alicia suspiró fatigadamente. «Creo que podríais hacer algo mejor con el tiempo», dijo, «que malgastarlo preguntando acertijos sin respuesta...»
¡Es perfecto! —exclamé—. ¡Ahora le creo! ¡Es usted un milagro! —me sentía enormemente excitado.
Gracias, doctor —dijo gravemente—. Lo que dice me produce un gran placer.
Una pregunta —dije—. Es sobre los naipes. Cuando los levantaba con el dorso hacia usted, ¿ponía la mano enfrente del otro lado para ayudarse a leer?
Es usted muy perceptivo —dijo—. No. No la ponía. En el caso de los naipes realmente podía ver a través de ellos de alguna manera.
¿Cómo puede explicarme eso? —pregunté.
No me lo explico —dijo—. Excepto que quizás un naipe es una cosa tan ligera, tan tenue, en vez de ser sólida como el metal o gruesa como una puerta. Esa es la única explicación que puedo dar. Hay muchas cosas en este mundo, doctor, que no podemos explicar.
Sí —dije—. Desde luego que las hay.
¿Tendría la bondad de llevarme a casa ahora? —dijo—. Estoy muy cansado.
Le llevé a casa en mi coche.
Aquella noche no me acosté. Estaba demasiado nervioso para dormir. Acababa de presenciar un milagro. ¡Aquel hombre haría que doctores de todo el mundo diesen volteretas en el aire! ¡Podía cambiar todo el curso de la medicina! Desde el punto de vista de un médico, ¡debía de ser el más valioso de los hombres vivos! Los médicos debíamos apoderarnos de él y guardarlo en lugar seguro. Debíamos cuidarle. No debíamos permitir que se nos escapase. Debíamos averiguar exactamente cómo es posible transmitir una imagen al cerebro sin utilizar los ojos. Y si lo averiguamos, entonces los ciegos quizás podrían ver y los sordos quizás podrían oír. Por encima de todo, aquel hombre increíble no debía permanecer ignorado y vagando de un lado a otro de la India, viviendo en hoteles baratos y actuando en teatros de segunda categoría.
Tan nervioso me puse pensando en todo ello que, al cabo de un rato, cogí una libreta y una pluma y me puse a escribir con gran cuidado todo lo que Imhrat Khan me había contado aquella noche. Utilicé las notas que había tomado sobre la marcha. Me pasé cinco horas escribiendo sin parar. Y a las ocho de la mañana siguiente, cuando llegó la hora de ir al hospital, ya había terminado la parte más importante: las páginas que acaba usted de leer.
Aquella mañana no vi al doctor Marshall en el hospital hasta que nos encontramos en el salón de descanso durante la pausa para el té.
Le conté todo lo que pude en los diez minutos de que disponíamos.
Esta noche volveré al teatro —dije—. Tengo que hablar con él de nuevo. Debo persuadirle de que se quede aquí. No debemos perderle.
Iré con usted —dijo el doctor Marshall.
De acuerdo —dije—. Primero veremos el espectáculo y luego le llevaremos a cenar.
A las siete menos cuarto de aquella noche llevé al doctor Marshall en mi coche a Acacia Street. Aparqué el coche y los dos anduvimos hasta el Royal Palace Hall.
Aquí pasa algo —dije—. ¿Dónde están todos?
No había ninguna multitud delante del teatro, cuyas puertas estaban cerradas. El cartel que anunciaba el espectáculo seguía en su sitio, pero vi que encima de él alguien había escrito con grandes letras de imprenta, utilizando pintura negra, las palabras «SUSPENDIDA LA FUNCIÓN DE ESTA NOCHE». De pie junto a las puertas cerradas había un viejo portero.
¿Qué ha pasado? —le pregunté.
Alguien ha muerto —dijo.
¿Quién? —le pregunté, sabiendo ya de quién se trataba.
El hombre que ve sin los ojos —respondió el portero.
¿Cómo ha muerto? —exclamé—. ¿Cuándo? ¿Dónde?
Dicen que murió en su cama —repuso el portero—. Se durmió y nunca más despertó. Estas cosas pasan.
Regresamos al coche caminando despacio. Me sentía abrumado por el dolor y la ira. Nunca debí permitir que aquel hombre precioso volviera a su casa la noche anterior. Debería haberle retenido en la mía. Debería haberle cedido mi cama y cuidarle. No debería haberlo perdido de vista. Imhrat Khan era un hombre que hacía milagros. Se había comunicado con fuerzas misteriosas y peligrosas que están fuera del alcance de la gente corriente. También había infringido todas las reglas. Había hecho milagros en público. Había aceptado dinero a cambio de ello. Y, lo peor de todo, había revelado algunos de los secretos a un profano: yo. Ahora estaba muerto.
De modo que se acabó —dijo el doctor Marshall.
Sí —dije—. Todo ha terminado. Nadie sabrá jamás cómo lo hacía.
Este es un informe fidedigno y exacto de todo lo que ocurrió en relación con mis dos encuentros con Imhrat Khan.
firmado John F. Cartwright, doctor en medicina Bombay, 4 de diciembre de 1934
Bien, bien, bien —dijo Henry Sugar—. Eso sí que es interesante.
Cerró la libreta y permaneció sentado, mirando fijamente la lluvia que azotaba las ventanas de la biblioteca.
Esta —prosiguió Henry Sugar, hablando en voz alta consigo mismo— es una información tremenda. Podría cambiar mi vida.
La información a la que se refería Henry Sugar era que Imhrat Khan se había entrenado para leer el valor de un naipe a través del dorso del mismo. Y Henry el jugador, el jugador más bien poco honrado, se había percatado en el acto de que si él era capaz de entrenarse para hacer lo mismo, podía ganar una fortuna.
Durante unos instantes Henry dejó que su mente se detuviera en las cosas maravillosas que podría hacer si fuera capaz de leer los naipes desde atrás. Ganaría todas las partidas de canasta, bridge y póquer. Y aún mejor: podría entrar en cualquier casino del mundo y ganar en el blackjack y todos los demás juegos de gran potencia que en ellos se jugaban.
En los casinos de juego, como Henry sabía muy bien, casi todo dependía en última instancia del valor de un solo naipe, y si uno sabía de antemano cuál era dicho valor, ¡entonces jugaba sobre seguro!
Pero, ¿sería capaz de hacerlo? ¿Conseguiría entrenarse realmente para hacer aquella cosa?
No vio ninguna razón por la cual no pudiera. Lo de la llama de la vela no le parecía especialmente difícil. Y, según lo que acababa de leer, en realidad en eso consistía todo: mirar fijamente el centro de la llama y tratar de concentrarse en el rostro de la persona a la que más se quisiera.
Probablemente tardaría varios años en conseguirlo, mas ¿quién no estaría dispuesto a pasar varios años preparándose con el fin de ganar a los casinos cada vez que entrase en ellos?
¡Caramba! —exclamó en voz alta—. ¡Lo conseguiré! ¡Vaya si lo conseguiré!
Permaneció muy quieto en la butaca de la biblioteca, trazándose un plan de campaña Ante todo, no le diría a nadie lo que estaba tramando. Robaría la libreta de la biblioteca para que ninguno de sus amigos diera con ella por casualidad y aprendiese el secreto. Llevaría la libreta consigo adondequiera que fuese. Sería su biblia. No podía salir en busca de un yogui auténtico que le instruyese, de modo que el libro sería su yogui. Sería su maestro.
Henry se puso en pie y escondió la libreta delgada de tapas azules debajo de su chaqueta. Salió de la biblioteca y se encaminó directamente a la habitación del piso de arriba que le habían asignado para el fin de semana. Sacó su maleta y escondió la libreta debajo de la ropa. Luego volvió a bajar y se dirigió al cuarto del mayordomo.
John —dijo, dirigiéndose al mayordomo—, ¿puede proporcionarme una vela? Bastará con una vela blanca del tipo corriente.
Los mayordomos están educados para no preguntar nunca el porqué. Sencillamente obedecen órdenes.
¿El señor desea también una palmatoria?
Sí. Una vela y una palmatoria.
Muy bien, señor. ¿Desea que se las suba a su habitación?
No. Esperaré aquí hasta que las encuentre.
El mayordomo no tardó en encontrar una vela y una palmatoria.
¿Y ahora podría proporcionarme una regla?
El mayordomo le proporcionó una regla. Henry le dio las gracias y volvió a su habitación.
Una vez dentro, cerró la puerta con llave y echó todas las cortinas para que el cuarto quedase sumido en la penumbra. Colocó la palmatoria con la vela sobre la mesa del tocador y acercó una silla. Al sentarse, notó con satisfacción que sus ojos estaban exactamente al mismo nivel que el pabilo de la vela. Entonces, utilizando la regla, se colocó de modo que su cara quedase a cuarenta centímetros de la vela, que era lo que decía el libro.
El indio había visto la cara de la persona a la que más quería, que en su caso era un hermano. Henry no tenía ningún hermano. Así, pues, decidió imaginarse su propio rostro. La elección fue buena, ya que cuando se es tan egoísta y egocéntrico como lo era Henry, no hay duda de que la cara que uno quiere más es la suya propia. Además, era la cara que conocía mejor. Se pasaba tanto tiempo contemplándosela en el espejo, que conocía hasta la última de las arrugas que había en ella.
Encendió la vela con su encendedor. Apareció una llama amarilla que ardió sin interrupción.
Henry se sentó y se puso a contemplar fijamente la llama. La libreta tenía razón. La llama, cuando la mirabas atentamente, tenía en efecto tres partes separadas. Había la parte amarilla exterior. Luego había una parte color malva. Y en el mismo centro estaba la zona diminuta y mágica de negrura absoluta. Henry miró fijamente la pequeñísima parte negra. Clavó los ojos en ella y siguió mirándola con atención. Y entonces ocurrió una cosa extraordinaria. Su mente quedó totalmente en blanco y su cerebro dejó de vagar nerviosamente. Y de pronto tuvo la sensación de que él mismo, la totalidad de su cuerpo, se encontraba encerrado dentro de la llama, cómodamente sentado en el interior de la pequeña zona negra de la nada.
Sin ninguna dificultad, Henry hizo que la imagen de su propio rostro apareciese ante él. Se concentró en el rostro y nada más que en el rostro. Cerró el paso a todos los demás pensamientos. Lo consiguió plenamente, pero sólo durante unos quince segundos. Después su mente comenzó a divagar y se encontró pensando en los casinos de juego y en cuánto dinero ganaría. Al llegar a este punto, apartó los ojos de la vela y se concedió un descanso.
Aquel había sido su primer esfuerzo. Se sentía entusiasmado. Lo había logrado. Tenía que reconocer que no le había durado mucho. Pero tampoco le había durado mucho al indio en su primer intento.
Al cabo de unos minutos probó de nuevo. Le salió bien. No disponía de ningún cronómetro para medir la duración, pero le pareció que esta vez aguantaba mucho más que la primera.
¡Es tremendo! —exclamó—. ¡Lo lograré! ¡Tendré éxito!
En toda su vida nada le había excitado tanto.
A partir de aquel día, sin importar dónde estuviera o lo que hiciese, Henry practicó con la vela todas las mañanas y todas las noches. A menudo practicaba también durante el mediodía. Por primera vez en su vida se aplicaba a algo con verdadero entusiasmo. Y sus progresos eran notables. Transcurridos seis meses, podía concentrarse absolutamente en su propio rostro durante no menos de tres minutos sin que un solo pensamiento ajeno penetrara en su mente.
¡El yogui de Hardwar le había dicho al indio que un hombre tendría que practicar durante quince años para conseguir aquellos resultados!
¡Un momento! El yogui también había dicho otra cosa. Había dicho (y, al llegar aquí, Henry consultó ansiosamente la libreta por centésima vez), había dicho que en ocasiones extremadamente raras aparecía una persona especial capaz de desarrollar el poder en uno o dos años solamente.
¡Ese soy yo! —exclamó Henry—. ¡Tengo que ser yo! ¡Soy una de esas personas entre el millón que está dotada con la capacidad para adquirir poderes yóguicos a una velocidad increíble! ¡Yupi! ¡Hurra! ¡No tardaré mucho en hacer saltar la banca de todos los casinos de Europa y América!
Mas en aquel punto Henry demostró una paciencia y un buen sentido poco frecuentes. No salió corriendo en busca de una baraja para ver si podía leer los naipes a través del dorso. De hecho, se mantuvo bien alejado de toda suerte de partidas de naipes. Había renunciado a la canasta, el bridge y el póquer al empezar a trabajar con la vela. Lo que es más, también había renunciado a las fiestas y fines de semana de sus amigos ricos. Ahora concentraba toda su energía en alcanzar aquel único objetivo: adquirir poderes yóguicos. Todo lo demás tendría que esperar hasta que los hubiese conseguido.
Transcurría el décimo mes cuando Henry, como antes le ocurriera a Imhrat Khan, se percató de que poseía una ligera capacidad para ver un objeto con los ojos cerrados. Cuando cerraba los ojos y miraba fijamente algo, con gran concentración, podía ver realmente el contorno del objeto que estuviera mirando.
¡Ya lo tengo! —exclamó—. ¡Lo he conseguido! ¡Es fantástico!
A partir de aquel momento se esforzó más que nunca en hacer sus ejercicios con la vela, y al finalizar el primer año ¡ya era capaz de concentrarse en la imagen de su propia cara durante cinco minutos y medio como mínimo!
Entonces decidió que había llegado el momento de llevar a cabo una prueba con naipes. Se encontraba en la salita de estar de su piso de Londres cuando tomó dicha decisión; faltaba poco para la medianoche. Sacó una baraja, un lápiz y papel. Temblaba a causa de la excitación. Colocó la baraja al revés ante sí y se concentró en el naipe de arriba.
Al principio lo único que podía ver era el dibujo del dorso del naipe. Era un dibujo muy corriente formado por líneas rojas y delgadas, uno de los dibujos más corrientes en los naipes de todo el mundo. Entonces trasladó su concentración del dibujo a la otra cara del naipe. Se concentró con gran intensidad en la parte invisible del naipe y no permitió que ningún otro pensamiento penetrase en su mente. Transcurrieron treinta segundos.
Luego un minuto...
Dos minutos...
Tres minutos...
Henry no se movió. Su concentración era intensa y absoluta. Se estaba imaginando la otra cara del naipe. A ninguna otra clase de pensamiento se le permitió entrar en su cabeza.
Durante el cuarto minuto algo empezó a ocurrir. Lentamente, mágicamente, pero con mucha claridad, los símbolos negros se convirtieron en espadas y al lado de las espadas apareció el número cinco.
¡El cinco de espadas!
Henry interrumpió su concentración. Y entonces, con dedos temblorosos, cogió el naipe y le dio la vuelta.
¡Era el cinco de espadas!
¡Lo he conseguido! —exclamó en voz alta, levantándose de un salto—. ¡He visto a través del dorso! ¡Voy por buen camino!
Tras descansar un rato, volvió a probar y esta vez utilizó un cronómetro para ver cuánto tardaba. Al cabo de tres minutos y cincuenta y ocho segundos, leyó que el naipe era el rey de diamantes. ¡Acertó!
La siguiente vez volvió a acertar y tardó tres minutos y cincuenta y cuatro segundos. Eso representaba cuatro segundos menos.
Henry sudaba a causa de la excitación y el agotamiento.
Ya hay bastante por hoy —se dijo a sí mismo.
Se levantó y se sirvió un whisky muy cargado; luego se sentó a descansar y saborear su éxito.
Se dijo que su tarea consistiría ahora en practicar y practicar con los naipes hasta que pudiera ver a través de ellos de manera instantánea. Estaba convencido de que era posible. Ya en el segundo intento había reducido el tiempo en cuatro segundos. Dejaría de trabajar con la vela y se concentraría exclusivamente en los naipes. Trabajaría con ellos noche y día.
Y eso fue lo que hizo. Mas ahora que ya empezaba a oler que el éxito verdadero estaba cerca, se volvió más fanático que nunca. No salía jamás de su piso como no fuera para comprar comestibles y bebida. Durante todo el día, y a veces hasta bien entrada la noche, permanecía agachado ante los naipes, con el cronómetro al lado, tratando de reducir el tiempo que necesitaba para leerlos a través del dorso.
En el plazo de un mes consiguió reducirlo a un minuto y medio.
Y al cabo de seis meses de fiera concentración, consiguió hacerlo en veinte segundos. Pero incluso eso era demasiado tiempo. Cuando estás jugando en un casino y el que reparte los naipes espera que digas sí o no a la siguiente carta, no te permiten contemplarla fijamente durante veinte segundos antes de decidirte. Tres o cuatro segundos serían permisibles. Pero más, no.
Henry siguió trabajando. Pero a partir de aquel momento cada vez le resultaba más difícil mejorar su rapidez. Pasar de los veinte segundos a los diecinueve le llevó una semana de intenso trabajo. De los diecinueve a los dieciocho le llevó casi dos semanas. Y pasaron otros siete meses antes de que pudiera ver a través de un naipe en diez segundos justos.
Su objetivo eran cuatro segundos. Sabía que, a menos que pudiera ver a través de un naipe en un máximo de cuatro segundos, no conseguiría ningún éxito en los casinos. Sin embargo, cuanto más se acercaba al objetivo, más difícil le resultaba alcanzarlo. Necesitó cuatro semanas para rebajar el tiempo de diez a nueve segundos; y otras cinco semanas para pasar de nueve a ocho. Pero para entonces el trabajo duro ya no le importaba. Sus poderes de concentración se habían desarrollado hasta tal punto que podía trabajar doce horas seguidas sin ningún problema. Y sabía con absoluta certeza que acabaría llegando a la meta. No se detendría hasta llegar a ella. Día tras día, noche tras noche, permanecía sentado ante los naipes con el cronómetro al lado, luchando con terrible intensidad por reducir aquellos últimos y tozudos segundos.
Los tres últimos segundos fueron los peores. Para pasar de los siete segundos a su objetivo de cuatro, ¡necesitó exactamente once meses!
El gran momento llegó un sábado por la noche. Un naipe yacía boca abajo sobre la mesa ante él. Henry puso en marcha el cronómetro y comenzó a concentrarse. En seguida vio una mancha roja. La mancha cobró forma rápidamente y se transformó en un diamante. Y entonces, casi instantáneamente, el número seis apareció en el ángulo superior izquierdo. Paró el cronómetro y comprobó el tiempo. ¡Cuatro segundos! Dio la vuelta al naipe. ¡Era el seis de diamantes! ¡Lo había conseguido! ¡Lo había leído en cuatro segundos justos!
Volvió a hacer la prueba con otro naipe. En cuatro segundos leyó que se trataba de la reina de espadas. Repitió la operación con toda la baraja, cronometrándose a cada naipe. ¡Cuatro segundos! ¡Cuatro segundos! ¡Cuatro segundos! Siempre igual. ¡Por fin lo había logrado! La preparación había terminado. ¡Ya podía poner en práctica su plan!
¿Y cuánto tiempo había tardado? Pues había tardado exactamente tres años y tres meses de trabajo concentrado.
¡Ahora a por los casinos!
¿Cuándo debía empezar?
¿Por qué no aquella misma noche?
Era sábado y todos los casinos estaban abarrotados de gente los sábados por la noche. Tanto mejor. Correría menos riesgos de hacerse conspicuo. Entró en el dormitorio para vestirse de etiqueta. Los sábados por la noche era preciso vestirse de etiqueta para visitar los grandes casinos de Londres.
Decidió ir a Lord's House. Hay más de cien casinos legales en Londres, pero ninguno de ellos está abierto al público en general. Es necesario hacerse socio antes de que te permitan la entrada. Henry era socio de no menos de diez de ellos. Lord's House era su favorito. Era el más elegante y exclusivo del país.
Lord's House era una magnífica mansión georgiana situada en el centro de Londres y durante más de doscientos años había sido la residencia particular de un duque. Ahora pertenecía a los corredores de apuestas, y aquellos soberbios salones de techo alto donde otrora la aristocracia y a menudo la realeza se reuniera para jugar tranquilamente una partida de whist hoy se llenaban de otra clase de gente que jugaba a algo muy distinto.
Henry llegó a Lord's House y aparcó el coche ante la entrada principal. Se apeó del automóvil, pero dejó el motor en marcha. Inmediatamente un empleado con uniforme verde se hizo cargo del coche para aparcarlo.
A ambos lados de la calle se encontraban aparcados alrededor de una docena de «Rolls-Royces». Sólo la gente muy rica era socia de Lord's House.
¡Caramba, míster Sugar! —dijo el hombre del mostrador, cuyo trabajo consistía en no olvidar jamás una cara—. ¡Hacía años que no le veíamos por aquí!
He estado muy ocupado —contestó Henry.
Subió por la maravillosa escalinata con sus barandillas de caoba labrada y entró en la oficina del cajero. Allí extendió un cheque por valor de mil libras. El cajero le dio diez placas de plástico color rosa, grandes y rectangulares, cada una de las cuales valía por cien libras. Henry se las guardó en el bolsillo y pasó varios minutos recorriendo los diversos salones de juego para cogerle el tranquillo a la cosa después de una ausencia tan larga. Aquella noche había mucha gente. Mujeres bien alimentadas formaban corro alrededor de la ruleta como rollizas gallinas en torno a la tolva de alimentación. Las joyas y el oro relucían sobre los pechos y las muñecas de las mujeres. Muchas de ellas tenían el pelo de color azul. Los hombres llevaban esmoquin y entre ellos no había uno solo que fuese alto. Henry se preguntó por qué aquella clase determinada de hombre rico tendría siempre las piernas cortas. Todas sus piernas parecían terminar en las rodillas, sin que hubiera muslos por encima de éstas. La mayoría de ellos lucían una prominente barriga, cara colorada y un cigarro entre los labios. Sus ojos brillaban de codicia.
Henry se fijó en todo ello. Era la primera vez en su vida que contemplaba con desagrado aquel tipo de persona rica que frecuentaba los casinos de juego. Hasta entonces siempre los había considerado compañeros, miembros de su mismo grupo y clase. Aquella noche le parecieron vulgares.
¿Sería tal vez que los poderes yóguicos adquiridos a lo largo de los tres años anteriores le habían hecho cambiar un poco?
Se quedó mirando la ruleta. Sobre la mesa larga y verde la gente colocaba su dinero, tratando de adivinar en qué ranurita caería la bolita blanca a la siguiente vuelta de la ruleta. Henry miró la rueda. Y de repente, quizás más por costumbre que por cualquier otra cosa, se dio cuenta de que empezaba a concentrarse en ella. No era difícil. Llevaba tanto tiempo practicando el arte de la concentración total, que aquello se había convertido en una cosa rutinaria. En una fracción de segundo su mente se había concentrado completa y absolutamente en la rueda. Todo lo demás que había en el salón, el ruido, la gente, las luces, el olor a humo de cigarro, todo se borró de su mente y sólo vio los números blancos alrededor del borde. Los números iban del uno al treinta y seis y había un cero entre el uno y el treinta y seis. Con gran rapidez todos los números se hicieron borrosos y desaparecieron ante sus ojos. Todos excepto uno, todos excepto el número dieciocho. Era el único número que Henry podía ver. Al principio resultaba algo confuso y desenfocado. Luego los bordes se hicieron más claros y el blanco cobró mayor luminosidad, mayor brillo, hasta que empezó a relucir como si hubiera una luz detrás de él. Se hizo más grande. Parecía saltar hacia él. En aquel momento Henry interrumpió su concentración. El salón volvió a aparecer ante sus ojos.
¿Todos han terminado? —preguntó el croupier.
Henry sacó del bolsillo una placa de cien libras y la colocó en el cuadrado señalado con el número dieciocho en la mesa verde. Aunque el resto de la mesa aparecía cubierto con las apuestas de los demás jugadores, la suya era la única que había en el dieciocho.
El croupier hizo girar la rueda. La bolita blanca rebotó y corrió alrededor del borde. La gente miraba. Todos los ojos estaban posados en la bolita. La rueda empezó a girar más despacio. Se detuvo. La bolita dio varias vueltas más, titubeó, luego cayó limpiamente en la ranura del número dieciocho.
¡Dieciocho! —dijo el croupier.
La gente soltó un suspiro. El ayudante del croupier recogió los montoncitos de placas perdedoras con una pala de mango largo. Pero no cogió la de Henry. Le pagaron treinta y seis a uno. Tres mil seiscientas libras a cambio de sus cien libras. Se las dieron en tres placas de mil libras y seis de cien.
Henry empezaba a experimentar un extraordinario sentido de poder. Estaba convencido de que podía hacer saltar la banca sí así lo deseaba. En cuestión de horas podía arruinar aquel tugurio de lujo. Podía quitarles un millón y todos los caballeros elegantes de rostro pétreo que contemplaban el movimiento del dinero saldrían disparados como ratas presas de pánico.
¿Debía hacerlo?
La tentación era grande.
Pero sería el fin de todo. Se haría famoso y nunca más le permitirían volver a entrar en un casino en ninguna parte del mundo. No debía hacerlo. Tenía que andar con mucho cuidado para no atraer la atención sobre sí.
Henry salió despreocupadamente del salón de la ruleta y entró en el salón donde estaban jugando al blackjack. Se detuvo en el umbral para contemplar la escena. Había cuatro mesas. Tenían formas extrañas, aquellas mesas de blackjack, cada una de ellas curvada como una media luna, y los jugadores se encontraban sentados en taburetes altos alrededor de la parte externa del medio círculo, mientras que los empleados se encontraban de pie en la parte interna.
Las barajas de naipes (en Lord's House utilizaban cuatro barajas mezcladas unas con otras) yacían en una caja abierta por el extremo y conocida con el nombre de «zapato». El empleado sacaba los naipes uno por uno del «zapato», utilizando las puntas de los dedos... El dorso del naipe que había dentro del «zapato» era siempre visible, pero no los demás.
El blackjack, como lo llaman los casinos, es un juego muy sencillo. Ustedes y yo lo conocemos bajo uno de otros tres nombres: pontón, veintiuno o vingt-et-un. El jugador trata de reunir cartas que en total sumen un número tan cerca del veintiuno como sea posible, pero si sobrepasa dicha cifra, pierde y el que da las cartas se queda con el dinero. En casi todas las manos, el jugador se enfrenta con el problema de sacar otra carta y arriesgarse a perder o quedarse con las que ya tiene. Pero Henry no iba a tener ese problema. En cuatro segundos vería el valor de la carta que el empleado le ofrecería y sabría si debía decir sí o no. Henry podía convertir el blackjack en una farsa.
En todos los casinos tienen una regla torpe sobre las apuestas en el blackjack que no tenemos en casa. En casa miramos la primera carta antes de hacer la apuesta y, si es buena, apostamos fuerte. Los casinos no te permiten hacer esto. Insisten en que todos los que se encuentran sentados ante la mesa hagan sus apuestas antes de que se reparta el primer naipe de la mano. Lo que es más, no se te permite incrementar tu apuesta más adelante comprando una carta.
Tampoco nada de esto iba a representar un problema para Henry. Siempre y cuando permaneciera sentado a la izquierda del que repartía los naipes, recibiría la primera carta del «zapato» al comenzar cada mano. El dorso del naipe sería claramente visible para él y leería su valor antes de apostar.
Henry se quedó de pie en el umbral, esperando tranquilamente que quedase un puesto vacante a la izquierda del empleado que repartía las cartas en alguna de las cuatro mesas. Tuvo que esperar veinte minutos, pero al final consiguió lo que quería.
Se sentó en el taburete alto y entregó al empleado una de las placas de mil libras que había ganado a la ruleta.
Todo en veinticincos, por favor —dijo.
El encargado de repartir las cartas era un hombre bastante joven de ojos negros y piel gris. Nunca sonreía y sólo hablaba cuando era necesario. Sus manos eran excepcionalmente delgadas y había aritmética en sus dedos. Cogió la placa de Henry y la depositó en una ranura de la mesa. En una bandeja de madera colocada ante él había varias hileras de fichas circulares de colores diversos, fichas de veinticinco, diez y cinco libras, puede que un centenar de cada tipo. Con el pulgar y el índice el empleado cogió un montoncito de fichas de veinticinco libras y lo colocó sobre la mesa. No necesitó contarlas. Sabía que había exactamente veinte fichas en el montoncito. Aquellos dedos ágiles podían coger con absoluta certeza cualquier número de fichas entre una y veinte, sin equivocarse jamás. El empleado cogió un segundo montoncito de fichas, con el que éstas sumaron cuarenta en total. Las empujó hacia Henry por encima de la mesa.
Henry colocó las fichas ante sí, y mientras lo hacía echó un vistazo a la primera carta que había en el «zapato». Puso en marcha sus poderes de concentración y en cuatro segundos leyó que era un diez. Empujó ocho de sus fichas hacia el centro de la mesa, doscientas libras. Era la apuesta máxima que se permitía hacer en el blackjack en Lord's House.
Recibió el diez y como segunda carta recibió un nueve, diecinueve en total.
Todo el mundo se aferra al diecinueve. Uno se queda quieto y confiando en que el empleado no obtendrá veinte o veintiuno.
Así que cuando llegó otra vez a Henry, el que repartía las cartas dijo «diecinueve» y pasó al siguiente jugador.
Espere —dijo Henry.
El empleado se detuvo y volvió a Henry. Arqueó las cejas y le miró con aquellos ojos negros y fríos.
¿Desea ir al robo sobre diecinueve? —preguntó con cierto sarcasmo.
Hablaba con acento italiano y había desprecio además de sarcasmo en su voz. En la baraja sólo había dos cartas que no romperían un diecinueve: el as (que contaba como una) y el dos. Sólo un idiota se arriesgaría a ir al robo sobre diecinueve, especialmente teniendo doscientas libras sobre la mesa.
La siguiente carta que debía ser repartida era perfectamente visible en la parte delantera del «zapato». Al menos, el dorso de la misma era claramente visible. El empleado aún no la había tocado.
Sí —dijo Henry—. Me parece que cogeré otra carta.
El empleado se encogió de hombros y extrajo el naipe del «zapato». El dos de bastos aterrizó limpiamente enfrente de Henry, al lado del diez y del nueve.
Gracias —dijo Henry—. Así está bien.
Veintiuno —dijo el empleado.
Sus ojos negros volvieron a alzarse para posarse en el rostro de Henry y allí se quedaron, silenciosos, vigilantes, desconcertados. Henry le había trastornado. Nunca en la vida había visto a nadie ir al robo sobre un diecinueve. Aquel tipo lo había hecho con una calma y una seguridad pasmosas. Y había ganado.
Henry captó la mirada del empleado y en seguida comprendió que acababa de cometer una equivocación estúpida. Se había pasado de listo. Había llamado la atención sobre sí mismo. No debía volver a hacerlo. En lo sucesivo utilizaría sus poderes con mucha prudencia. Incluso debía perder deliberadamente de vez en cuando, así como hacer algo que resultara un tanto estúpido.
La partida prosiguió. La ventaja de Henry era tan enorme, que le costaba mantener sus ganancias en una suma razonable. Una y otra vez pidió una tercera carta cuando sabía perfectamente que la misma le haría perder. Y una vez, al ver que el primer naipe iba a ser un as, puso sobre la mesa la ficha de menos valor de cuantas tenía y luego se maldijo en voz alta por no haber hecho una apuesta más elevada.
Al cabo de una hora había ganado exactamente tres mil libras y allí se plantó. Se guardó las fichas en el bolsillo y se encaminó de nuevo a la oficina del cajero para convertirlas en dinero contante y sonante.
Había ganado tres mil libras al blackjack y tres mil seiscientas a la ruleta, es decir, seis mil seiscientas en total. Le hubiese sido igual de fácil ganar seiscientas sesenta mil. A decir verdad, se dijo a sí mismo que ahora era casi seguro que podía ganar dinero más rápidamente que cualquier otro hombre del mundo.
El cajero recibió sin mover un sólo músculo de la cara el montoncito de fichas y placas que le entregó Henry. Llevaba gafas con montura de acero, y los ojos claros que había detrás de los cristales no mostraron el menor interés por Henry. Sólo miraron las fichas que había en el mostrador. Aquel hombre también tenía aritmética en los dedos. Pero tenía más que eso. Tenía aritmética, trigonometría y cálculo y álgebra y geometría euclidiana en cada uno de los nervios de su cuerpo. Era una máquina de calcular humana con cien mil alambres eléctricos en el cerebro. Tardó cinco segundos en contar las ciento veinte fichas de Henry.
¿Quiere un cheque por todo esto, míster Sugar? —preguntó.
El cajero, al igual que el hombre de la entrada, conocía a todos los socios por su nombre.
No, gracias —dijo Henry—. Me lo llevaré en efectivo.
Como guste —dijo la voz de detrás de las gafas.
El cajero se volvió y se acercó a la caja fuerte que había en la parte posterior de la oficina y que debía de contener millones.
Para lo que se llevaba en Lord's House, las ganancias de Henry eran relativamente modestas. Por aquel entonces los muchachos árabes del petróleo se encontraban en Londres y eran aficionados al juego. Lo mismo ocurría con los turbios diplomáticos del Extremo Oriente y los hombres de negocios japoneses y los corredores de fincas británicos que practicaban la evasión de impuestos. Cada día en los grandes casinos de Londres se ganaban y perdían, sobre todo se perdían, sumas de dinero verdaderamente asombrosas.
El cajero regresó con el dinero de Henry y depositó el fajo de billetes sobre el mostrador. Aunque había dinero suficiente para comprar una casa pequeña o un automóvil grande, el cajero jefe de Lord's House no se mostró impresionado. A juzgar por la escasa atención que prestaba a los billetes, hubiérase dicho que le estaba dando a Henry un paquete de goma de mascar.
«Espera, amigo mío —pensó Henry mientras iba metiéndose el dinero en el bolsillo—. Tú espera y ya verás.»
Henry salió de la oficina del cajero.
¿Quiere su coche, señor? —dijo el hombre de uniforme verde que se encontraba en la puerta.
Aún no —le dijo Henry—. Me parece que antes tomaré un poco de aire fresco.
Echó a andar calle abajo. Eran casi las doce. La noche era fresca y agradable. La ciudad seguía totalmente despierta aún. Henry notaba el bulto en el bolsillo interior de su chaqueta donde había guardado el grueso fajo de billetes. Tocó el bulto con una mano. Lo acarició delicadamente. Era mucho dinero a cambio de una hora de trabajo.
¿Y qué pensar sobre el futuro?
¿Cuál iba a ser su siguiente movimiento?
Podía ganar un millón en un mes.
Podía ganar más si quería.
Lo que podía ganar no tenía límites.
Mientras paseaba por las calles de Londres bajo el frescor de la noche, Henry se puso a pensar en el siguiente movimiento.
Ahora bien, si ésta fuera una historia ficticia en lugar de verídica, habría sido necesario inventar un final sorprendente y emocionante para la misma. No resultaría difícil hacerlo. Algo dramático e insólito. Así que, antes de contarles lo que verdaderamente le ocurrió a Henry en la vida real, hagamos una breve pausa y veamos lo que un novelista competente hubiese hecho para concluir esta historia. Sus notas vendrían a ser algo así:
1. Henry debe morir. Al igual que Imhrat Khan hiciera antes que él, Henry había violado el código del yogui y utilizado sus poderes en provecho propio.
2. Lo mejor será que muera de alguna forma poco corriente e interesante que sorprenda al lector.
3. Por ejemplo, podría regresar a su piso y ponerse a contar el dinero y a recrearse contemplándolo. Mientras hiciera esto, de pronto podría empezar a sentirse mal. Siente un dolor en el pecho.
4. Se asusta. Decide acostarse inmediatamente y descansar. Se quita la ropa. Ya desnudo, se dirige al armario para sacar el pijama. Pasa por delante del espejo de cuerpo entero que hay en la pared. Se detiene. Mira fijamente su propia imagen desnuda reflejada en el espejo. Automáticamente, empujado por la costumbre, empieza a concentrarse. Y entonces...
5. De pronto ve «a través» de su propia piel. Ve a través de ella del mismo modo que viera a través del dorso de los naipes. Es como la imagen de una radiografía, sólo que mejor. Los rayos X solamente pueden ver los huesos y las zonas muy densas. Henry puede verlo todo. Ve sus arterias y venas con la sangre que riega su cuerpo. Puede verse el hígado, los riñones, los intestinos y también puede ver cómo late su corazón.
6. Mira hacia el lugar de su pecho de donde procede el dolor... y ve... o cree ver... un bulto pequeño y oscuro en el interior de la vena grande que conduce al corazón por el lado derecho. ¿Qué estará haciendo un bulto pequeño y oscuro dentro de la vena? Debe tratarse de alguna clase de bloqueo. Debe de ser un coágulo. ¡Un coágulo de sangre!
7. Al principio el coágulo parece estacionario. Luego se mueve. El movimiento es muy leve, no más de uno o dos milímetros. La sangre que circula por la vena se acumula sobre el coágulo y acaba por empujarlo hacia adelante. Avanza algo más de un centímetro. Esta vez vena arriba, hacia el corazón. Henry contempla el avance con horror. Sabe, como lo sabe también casi todo el mundo, que un coágulo de sangre que se ha desprendido y viaja por el interior de una vena acabará llegando al corazón. Si el coágulo es grande, se pegará al corazón y lo más probable es que la persona muera...
Ese no sería un final tan malo para una obra de ficción, pero esta historia no es ficticia. Es verídica. Las únicas cosas falsas que hay en ella son el nombre de Henry y el del casino de juego. Henry no se llamaba Henry Sugar. Su nombre debe ser protegido. Todavía debe ser protegido. Y por razones obvias, uno no puede llamar al casino por su nombre verdadero. Aparte de eso, la historia es auténtica.
Y porque es una historia auténtica, debe tener un final auténtico. Puede que el final auténtico no sea tan dramático ni tan misterioso como podría ser un final inventado. Pero no por ello es menos interesante. He aquí lo que ocurrió realmente.
Después de pasear por las calles de Londres durante cosa de una hora, Henry volvió a Lord's House y recogió su automóvil. Luego regresó a casa. Se sentía desconcertado. No podía comprender por qué se sentía tan poco excitado ante su tremendo éxito. Si aquello le hubiera ocurrido tres años antes, cuando aún no había empezado con el asunto del yoga, se habría vuelto loco de excitación. Se habría puesto a bailar por las calles v hubiera corrido al club nocturno más cercano para celebrarlo con champán.
Lo gracioso era que realmente no sentía ni pizca de excitación. Se sentía melancólico. Todo había resultado demasiado fácil. Había hecho todas las apuestas con la certeza absoluta de que iba a ganar. No había emoción, ni «suspense», ni peligro de perder. Sabía, desde luego, que a partir de aquel momento podría viajar por el mundo y ganar millones. Pero, ¿se divertiría haciéndolo?
Lentamente Henry empezaba a comprender que nada resulta divertido si consigues tanto de ello como deseas. Especialmente si se trata de dinero.
Otra cosa. ¿Acaso no era posible que el proceso por el que había pasado para adquirir poderes yóguicos hubiese cambiado por completo su visión de la vida?
Era posible, por supuesto.
Henry regresó a casa y se acostó inmediatamente.
Al día siguiente se levantó tarde. Pero no se sentía más alegre de lo que se sintiera la noche antes. Y al levantarse de la cama y ver el enorme fajo de billetes que seguía en la mesita de noche, experimentó una repugnancia súbita y muy aguda. No lo quería. No hubiera podido explicar por qué no lo quería aunque en ello le fuera la vida. Pero lo cierto era que no quería ni una pequeña parte de aquel dinero.
Cogió el fajo de billetes. Se lo habían dado todo en billetes de veinte libras, trescientos treinta billetes para ser exactos. Se acercó al balcón de su piso y allí se quedó, vestido con su pijama de seda color rojo oscuro, mirando la calle a sus pies.
El piso de Henry estaba en Curzon Street, que se encuentra en el mismísimo centro del barrio más elegante y caro de Londres: el de Mayfair. Un extremo de Curzon Street desemboca en Berkeley Square; el otro, en Park Lane. Henry vivía en un tercer piso y su dormitorio tenía un pequeño balcón con barandilla de hierro que colgaba sobre la calle.
Corría el mes de junio, la mañana era muy soleada y faltaba poco para las once. Aunque era domingo, había bastante gente paseando por las aceras.
Henry cogió un billete de veinte libras del fajo y lo dejó caer. La brisa se apoderó del billete y se lo llevó hacia Park Lane. Henry se quedó mirándolo. El billete dio vueltas y más vueltas en el aire y finalmente fue a caer en la acera de enfrente, a los pies de un anciano. El anciano llevaba un abrigo marrón largo y viejo y se cubría con un sombrero deformado. Y caminaba despacio, completamente solo. Vio el billete cuando éste pasó volando a poca distancia de su cara, se detuvo y lo recogió. Lo sujetó con ambas manos y lo miró fijamente. Luego le dio la vuelta. Lo examinó de más cerca. Luego alzó la cabeza y miró hacia arriba.
¡Eh, usted! —gritó Henry, formando bocina con las manos—. ¡Eso es para usted! ¡Es un regalo!
El anciano se quedó totalmente inmóvil, sujetando el billete ante sí y mirando hacia la figura del balcón.
¡Métaselo en el bolsillo! —gritó Henry—. ¡Lléveselo a casa!
Su voz llegó bastante lejos y muchos transeúntes se detuvieron y alzaron los ojos.
Henry extrajo otro billete y lo arrojó a la calle. Los curiosos no se movieron. Sencillamente siguieron mirando. No tenían la menor idea de lo que estaba pasando. Ahí arriba, en el balcón, había un hombre que gritaba y acababa de arrojar algo que parecía un pedazo de papel. Todos echaron a andar tras el papel que se llevaba la brisa. Esta vez el papel cayó a los pies de una pareja joven que se encontraba cogida del brazo en la acera de enfrente. El hombre se liberó del brazo le su acompañante y trató de coger el papel al vuelo. No lo consiguió, pero lo recogió del suelo. Lo examinó atentamente. Los curiosos de ambos lados de la calle tenían los ojos clavados en el joven. A muchos de ellos el papel les había parecido un billete de banco y esperaban cerciorarse.
¡Son veinte libras! —chilló el joven, empezando a pegar botes—. ¡Es un billete de veinte libras!
¡Guárdeselo! —gritó Henry—. ¡Es suyo!
¿Lo dice en serio? —preguntó el joven, alargando la mano con que sostenía el billete—. ¿De veras puedo guardármelo?
De repente cundió la excitación en ambos lados de la calle y todo el mundo empezó a moverse al mismo tiempo. Corrieron hacia el centro de la calzada y se arracimaron debajo del balcón. Alzaron los brazos por encima de la cabeza y empezaron a gritar:
¡Yo! ¡Uno para mí! ¡Tírenos otro, jefe! ¡Mándenos unos cuantos más!
Henry extrajo otros cinco o seis billetes y los arrojó a la calle.
Se oyeron gritos y chillidos cuando los billetes se desparramaron en el viento y flotaron hacia abajo, y se organizó una buena pelea por las calles cuando los billetes llegaron a la altura de las manos de la multitud. Pero fue una pelea amistosa. La gente se reía. Creía que se trataba de una broma fantástica. He aquí un hombre en pijama que se entretenía arrojando billetes de gran valor desde el balcón de un tercer piso. Muchos de los presentes no habían visto un billete de veinte libras hasta entonces.
Pero ahora empezaba a ocurrir algo más.
La velocidad con que las noticias se extienden por las calles de una ciudad es fenomenal. La noticia de lo que Henry Sugar estaba haciendo se extendió como un reguero de pólvora arriba y abajo de Curzon Street y se coló en las calles y callejas adyacentes. De todas partes empezó a llegar gente corriendo. En cosa de unos minutos alrededor de un millar de hombres, mujeres y niños bloqueaba la calle bajo el balcón de Henry. Los automovilistas que no podían pasar se apeaban de sus vehículos y se unían al gentío. Y de repente el caos se adueñó de Curzon Street.
En aquel momento Henry sencillamente levantó el brazo y arrojó todo el fajo de billetes al aire. Más de seis mil libras volaron hacia la multitud vociferante que las aguardaba en la calzada.
La arrebatiña que se organizó entonces fue realmente digna de verse. La gente pegaba botes para pescar los billetes antes de que tocasen el suelo y todo el mundo repartía codazos y empujones y chillaba y se caía. Y no tardó la calle entera en convertirse en un amasijo de seres humanos que chillaban y chillaban.
De pronto, por encima del ruido y a sus espaldas, Henry oyó que el timbre de su puerta sonaba larga y estruendosamente. Abandonó el balcón y abrió la puerta principal. Un enorme policía de bigotes negros se encontraba en el descansillo con las manos apoyadas en las caderas.
¡Usted! —chilló coléricamente—. ¡Usted es el culpable! ¿Qué diablos cree que está haciendo?
Buenos días, agente —saludó Henry—. Lamento el tumulto. No creí que las cosas se pusieran así. Sólo estaba regalando un poco de dinero.
¡Está causando un alboroto! —rugió el policía—. ¡Está creando una obstrucción! ¡Está incitando al motín y bloqueando la calle entera!
Ya le he dicho que lo sentía —contestó Henry—. No volveré a hacerlo. Se lo prometo. Pronto se marcharán.
El policía apartó una mano de la cadera y de la palma de la misma sacó un billete de veinte libras.
¡Ajá! —exclamó Henry—. ¡También usted ha cogido uno! ¡Me alegro mucho! ¡Me alegro mucho por usted!
¡Déjese de bromas! —dijo el policía—. Porque quiero hacerle unas cuantas preguntas serias acerca de estos billetes de veinte libras —sacó una libreta de notas del bolsillo del pecho—. En primer lugar —prosiguió—, ¿exactamente de dónde los sacó?
Los gané —dijo Henry—. Tuve una noche afortunada —dio al policía el nombre del club donde había ganado el dinero y el agente tomó nota en su libretita—. Compruébelo —añadió Henry—. Le dirán que es la verdad.
El policía bajó la libretita y miró directamente a los ojos de Henry.
Si quiere que le sea sincero —dijo—, me creo su historia. Creo que dice usted la verdad. Pero eso no le excusa ni pizca.
No he hecho nada malo —dijo Henry.
¡Es usted un joven imbécil! —gritó el policía, empezando a encolerizarse otra vez—. ¡Es usted un asno y un imbécil! Si ha tenido la suerte de ganar una suma de dinero tan grande como ésa y quiere regalarla, ¡no la arroje por la ventana!
¿Por qué no? —preguntó Henry, sonriendo—. Es un procedimiento tan bueno como cualquier otro para librarme de ella.
¡Es una solemne majadería! —exclamó el agente—. ¿Por qué no la ha donado allí donde pueda hacer el bien? ¿Un hospital, por ejemplo? ¿O un orfanato? ¡El país está lleno de orfanatos que no tienen dinero ni siquiera para comprarles regalos de Navidad a los pequeños! Y entonces sale un imbécil como usted, que jamás ha sabido lo que representa ser pobre, ¡y se pone a tirar el dinero a la calle! ¡De veras me pone furioso!
¿Un orfanato? —dijo Henry.
¡Sí, un orfanato! —exclamó el policía—. ¡A mí me criaron en uno, de modo que sé muy bien lo que me digo! —y, así diciendo, el policía giró sobre sus talones y bajó rápidamente a la calle.
Henry no se movió. Las palabras del policía, y más especialmente la furia sincera con que las había pronunciado, golpearon a nuestro héroe justo entre los ojos.
¿Un orfanato? —dijo en voz alta—. Es una buena idea. Pero, ¿por qué un solo orfanato? ¿Por qué no montones de orfanatos?
Y entonces, muy rápidamente, empezó a concebir la idea grande y maravillosa que iba a cambiarlo todo.
Henry cerró la puerta del piso. De pronto sintió que una poderosa excitación le removía las entrañas. Empezó a pasear arriba y abajo, pensando en los detalles que harían posible su maravillosa idea.
Uno —dijo—: Puedo hacerme con una gran suma de dinero cada día de mi vida.
»Dos: No debo ir al mismo casino más de una vez cada doce meses.
»Tres: No debo ganar demasiado en un mismo casino o alguien empezará a sospechar. Sugiero limitarme a veinte mil libras por noche.
»Cuatro: Veinte mil libras por noche durante trescientos sesenta y cinco días al año, ¿a cuánto ascienden?
Henry cogió lápiz y papel y procedió a calcular la cifra.
Ascienden a siete millones trescientas mil libras —dijo en voz alta.
»Muy bien. Cinco: tendré que moverme constantemente. No más de dos o tres noches seguidas en una misma ciudad o la noticia correrá de boca en boca. Iré de Londres a Montecarlo. Luego a Cannes. A Biarritz. A Deauville. A Las Vegas. A Ciudad de México. A Buenos Aires. A Nassau. Y así sucesivamente.
»Seis: Con el dinero que gane montaré un orfanato absolutamente de primera en todos los países que visite. Me convertiré en un Robín de los Bosques. Les quitaré el dinero a los corredores de apuestas y a los propietarios de los casinos para dárselo a los niños. ¿Eso parece gastado y sentimental? Lo es si se trata de un sueño. Pero como realidad, si realmente consigo que funcione, no tendría nada de gastado ni de sentimental. Resultaría tremendo.
»Siete: Necesitaré alguien que me ayude, un hombre que se quede en casa y cuide de todo el dinero y compre las casas y lo organice todo. Un hombre de dinero. Alguien en quien pueda confiar. ¿Qué tal John Winston?
John Winston era el contable de Henry. Le llevaba los asuntos financieros, el impuesto sobre la renta, las inversiones y todas las otras cosas de esta índole. Henry le conocía desde hacía dieciocho años y entre los dos hombres había nacido la amistad.
Recuérdese, sin embargo, que hasta entonces John Winston había conocido a Henry sólo como «playboy» ocioso y acaudalado que no había pegado golpe en toda su vida.
Te has vuelto loco —dijo John Winston cuando Henry le expuso su plan—. Nadie ha conseguido jamás inventar un sistema para vencer a los casinos.
Henry sacó del bolsillo una baraja para estrenar.
Vamos —dijo—. Echaremos una partidita de blackjack. Tú repartes las cartas. Y no me digas que estos naipes están marcados. Acabo de desprecintar la baraja.
Solemnemente, durante casi una hora, sentados en la oficina de Winston, cuyas ventanas daban a Berkeley Square, los dos hombres jugaron al blackjack. Utilizaron cerillas a guisa de dinero; cada cerilla valía por veinticinco libras. Transcurridos cincuenta minutos, ¡Henry había ganado nada menos que treinta y cuatro mil libras!
John Winston no podía dar crédito a sus ojos.
¿Cómo lo haces? —preguntó.
Pon la baraja sobre la mesa —dijo Henry—. Boca abajo.
Winston obedeció.
Durante cuatro segundos Henry se concentró en el primer naipe.
Es una sota de corazones —dijo.
Lo era.
La siguiente es... un tres de corazones.
Lo era.
Procedió a hacer lo mismo con el resto de la baraja, nombrando cada uno de los naipes.
Vamos —dijo John Winston—. Cuéntame cómo lo haces.
Aquel hombre habitualmente calmoso y matemático se hallaba ahora inclinado sobre su escritorio, mirando fijamente a Henry con ojos tan grandes y brillantes como estrellas.
Te habrás dado cuenta de que lo que haces es completamente imposible, ¿no? —dijo.
En aquel momento sonó el teléfono que había sobre el escritorio de John Winston. Descolgó el aparato y le dijo a su secretaria:
No quiero más llamadas, por favor, Susan, hasta que se lo diga. Ni siquiera mi esposa.
Levantó los ojos, esperando que Henry prosiguiera.
Entonces Henry procedió a explicarle a John Winston exactamente cómo había adquirido aquel poder. Le contó que había encontrado la libreta y leído lo que en ella se decía sobre Imhrat Khan; luego le describió cómo se había pasado tres años trabajando sin cesar para aprender a concentrar su mente.
¿Has probado lo de andar sobre el fuego? —preguntó John Winston cuando Henry hubo terminado su relato.
No —dijo Henry—. Y no pienso probarlo.
¿Qué te induce a pensar que podrás hacer esto con los naipes en un casino?
Henry le habló de su visita a Lord's House la noche antes.
¡Seis mil seiscientas libras! —exclamó John Winston—. ¿De veras ganaste tanto en dinero auténtico?
Escúchame —dijo Henry—. ¡Acabo de ganarte treinta y cuatro mil en menos de una hora!
En efecto.
Seis mil era el mínimo que podía ganar —dijo Henry—. Tuve que hacer un esfuerzo tremendo para no ganar más.
Serás el hombre más rico de la tierra.
No quiero ser el hombre más rico de la tierra —dijo Henry—. Ya no quiero serlo.
Entonces procedió a contarle a Winston su plan referente a los orfanatos.
¿Querrás colaborar conmigo, John? —preguntó cuando hubo terminado de exponer su proyecto—. ¿Querrás ser mi banquero, mi administrador y todo lo demás? Ingresaremos millones cada año.
John Winston, que era un contable cauteloso y prudente, no quiso dar su consentimiento sobre la marcha.
Primero quiero verte en acción —dijo.
De modo que aquella noche se fueron juntos al Ritz Club en Curzon Street.
No puedo volver a Lord's House hasta dentro de una temporada —dijo Henry.
En la primera vuelta de la rueda de la ruleta Henry apostó cien libras al número veintisiete. Salió. La segunda vez apostó por el cuatro. Salió también. Obtuvo un beneficio total de siete mil quinientas libras.
Un árabe que se encontraba al lado de Henry dijo:
Acabo de perder cincuenta y cinco mil libras. ¿Cómo lo hace usted?
Cuestión de suerte —contestó Henry—. Nada más que suerte.
Pasaron al salón de blackjack y en media hora Henry ganó otras diez mil libras. Luego se paró.
Ya en la calle, Winston dijo:
Ahora te creo. Colaboraré contigo.
Empezamos mañana —dijo Henry.
¿De veras tienes intención de hacer esto cada noche?
Sí —dijo Henry—. Me moveré muy aprisa de un lugar a otro, de país en país. Y cada día te enviaré los beneficios por mediación de los bancos.
¿Te das cuenta de que representará mucho dinero cada año?
Millones —dijo alegremente Henry—. Unos siete millones anuales.
En ese caso, no puedo operar en este país —dijo John Winston—. El recaudador de impuestos se lo quedará todo.
Vete adonde quieras —dijo Henry—. A mí me da lo mismo. Confío plenamente en ti.
Me iré a Suiza —dijo John Winston—. Pero no mañana. No puedo marcharme de Londres así por las buenas. No soy soltero como tú, que no tienes compromisos ni responsabilidades. Tengo que hablar con mi esposa y mis hijos. Antes de marcharme he de avisar a mis socios, vender mi casa, encontrar otra casa en Suiza. Tengo que sacar a los niños de la escuela. ¡Estas cosas requieren tiempo, mi querido amigo!
Henry sacó del bolsillo las diecisiete mil quinientas libras que acababa de ganar y se las entregó al otro.
Aquí tienes un poco de dinero para ir tirando hasta que estés instalado —dijo—. Pero date prisa. Quiero empezar cuanto antes.
En el plazo de una semana John Winston se instaló en Lausana, en una oficina situada en lo alto de una bella colina desde la que se divisaba el lago Lemán. Su familia se reuniría con él cuanto antes.
Y Henry se puso a trabajar en los casinos.
Al cabo de un año ya había enviado algo más de siete millones de libras a la oficina de John Winston en Lausana. El dinero era remitido cinco días a la semana a una compañía suiza llamada Organatos, S. A. Nadie excepto John Winston y Henry sabía de dónde salía el dinero y qué se haría con él. En cuanto a las autoridades suizas, nunca quieren saber de dónde procede el dinero. Henry enviaba el dinero a través de los bancos. La remesa del lunes era siempre la mayor, ya que incluía las ganancias obtenidas por Henry el viernes, el sábado y el domingo, días en que los bancos estaban cerrados. Se movía con una velocidad pasmosa y el único indicio que de su paradero tenía John Winston era la dirección del banco que había remitido el dinero. Un día lo mandaba un banco de Manila, por ejemplo, y al día siguiente era un banco de Bangkok. Llegaba de Las Vegas, de Curaçao, de Freeport, de Gran Caimán, de San Juan, de Nassau, de Londres, de Biarritz. Llegaba de cualquier parte y de todas partes siempre que hubiese un casino importante en la ciudad.
Todo fue bien durante siete años. Cerca de cincuenta millones de libras habían llegado a Lausana y se encontraban ahora depositadas en los bancos. John Winston ya había fundado tres orfelinatos: uno en Francia, otro en Inglaterra y un tercero en los Estados Unidos. Cinco más iban a ser inaugurados en breve plazo.
Entonces surgieron algunos problemas. Entre los propietarios de los casinos existe un sistema privado de información y, aunque Henry ponía siempre muchísimo cuidado en no llevarse demasiado dinero de un solo lugar en una misma noche, la noticia forzosamente acabaría por llegar a todas partes.
Le calaron una noche en Las Vegas cuando Henry cometió la imprudencia de llevarse cien mil dólares de cada uno de tres casinos individuales que casualmente pertenecían a la misma chusma.
Lo que sucedió fue esto. A la mañana siguiente, cuando Henry se encontraba en la habitación del hotel, preparando el equipaje para irse al aeropuerto, llamaron a su puerta. Entró un botones y le susurró que dos hombres le estaban esperando en el vestíbulo. El botones añadió que había otros hombres vigilando la salida posterior. Según el botones, eran tipos muy duros. También dijo que no apostaría mucho por las probabilidades de supervivencia de Henry si éste bajaba al vestíbulo en aquel momento.
¿Por qué has venido a avisarme? —le preguntó Henry—. ¿Por qué estás de mi lado?
Yo no estoy del lado de nadie —dijo el botones—. Pero todos sabemos que anoche ganó usted un montón de dinero y me figuré que me haría usted un bonito regalo si le avisaba.
Gracias —dijo Henry—. Pero, ¿cómo puedo escapar? Te daré mil dólares si consigues sacarme de aquí.
Eso es fácil —dijo el botones—. Quítese la ropa y póngase mi uniforme. Luego cruce el vestíbulo con su maleta. Pero áteme bien antes de irse. Tienen que encontrarme en el suelo, atado de pies y manos, para que no sospechen que le he ayudado. Les diré que tenía usted una pistola y que no pude hacer nada.
¿Con qué cuerda voy a atarte? —preguntó Henry.
Con la que llevo en el bolsillo —repuso el botones, sonriendo.
Henry se puso el uniforme verde con galones de oro que llevaba el botones y que no le sentaba demasiado mal. Luego ató concienzudamente al hombre y le metió un pañuelo en la boca. Finalmente metió diez billetes de cien dólares debajo de la alfombra para que el botones los recogiese más tarde.
Abajo en el vestíbulo había dos bandidos de baja estatura, gruesos, de pelo negro, observando a la gente que salía de los ascensores. Pero apenas se fijaron en el hombre que vestía un uniforme verde y dorado. El hombre salió del ascensor con una maleta en la mano, cruzó tranquilamente el vestíbulo y salió por la puerta giratoria que daba a la calle.
Ya en el aeropuerto, Henry cambió su vuelo y cogió el siguiente avión con destino a Los Ángeles. Se dijo a sí mismo que las cosas ya no iban a resultar tan fáciles a partir de aquel momento. Pero el botones le había dado una idea.
En Los Ángeles, y en los cercanos Hollywood y Beverly Hills, donde vive la gente del cine, Henry buscó al mejor maquillador de la industria cinematográfica. Se trataba de Max Engelman. Henry fue a visitarle. Le cayó bien inmediatamente.
¿Cuánto gana usted? —le preguntó Henry.
Pues unos cuarenta mil dólares al año —le dijo Max.
Le daré cien mil —dijo Henry— si se viene conmigo y se convierte en mi artista de maquillaje.
¿Qué pretende usted? —le preguntó Max.
Se lo explicaré.
Y se lo explicó.
Max era sólo la segunda persona a la que Henry contaba su plan. John Winston era la primera. Y cuando Henry le demostró cómo podía leer los naipes, Max se quedó atónito.
¡Santo cielo! —exclamó—. ¡Podría amasar una fortuna!
Ya la he amasado —le dijo Henry—. He amasado diez fortunas. Pero quiero otras diez.
Le contó a Max lo de los orfanatos. Con ayuda de John Winston, ya había fundado tres de ellos y pronto fundaría más.
Max era un hombre pequeño, de piel oscura, que había huido de Viena al entrar los nazis en la ciudad. Jamás se había casado. No tenía obligaciones. Se volvió loco de entusiasmo.
¡Es una locura! —exclamó—. ¡Es la cosa más descabellada que he oído en toda mi vida! ¡Me uniré a usted, amigo! ¡Vámonos!
A partir de aquel día Max Engelman fue a todas partes con Henry, llevando consigo un baúl tan lleno de pelucas, barbas, patillas y bigotes postizos y otros materiales de maquillaje como jamás se haya visto. Max podía transformar a su jefe en una cualquiera de treinta o cuarenta personas irreconocibles y los directores de los casinos, que para entonces ya estaban atentos a la posible aparición de Henry, nunca volvieron a verle como míster Henry Sugar. A decir verdad, transcurrido sólo un año del episodio de Las Vegas, Henry y Max llegaron a presentarse de nuevo en aquella peligrosa ciudad. Y en una noche cálida y estrellada Henry se llevó nada menos que ochenta mil dólares del primero de los grandes casinos que visitara la vez anterior. Se presentó disfrazado de anciano diplomático brasileño y los del casino nunca supieron la verdad.
Ahora que Henry ya no se presentaba en los casinos bajo su propia personalidad, había, desde luego, que cuidar de cierto número de otros detalles, tales como carnets de identidad y pasaportes falsos. En Montecarlo, por ejemplo, el visitante debe mostrar siempre su pasaporte para que le permitan entrar en el casino. Henry visitó Montecarlo once veces más con la ayuda de Max, cada vez con un pasaporte y un disfraz distintos.
Max adoraba su trabajo. Le encantaba crear nuevos personajes para Henry.
¡Hoy tengo algo completamente nuevo para usted! —anunciaba—. ¡Espere y lo verá! ¡Hoy será usted un jeque árabe de Kuwait!
¿Tenemos pasaporte árabe? —preguntaba Henry—. ¿Y papeles árabes?
Tenemos de todo —le contestaba Max—. John Winston me ha enviado un bonito pasaporte a nombre de su alteza real el jeque Abu Bin Bey.
Y así sucesivamente. Con el paso de los años, Max y Henry llegaron a estar tan unidos como hermanos. Eran hermanos empeñados en una cruzada, dos hombres que se movían velozmente a través de los cielos, ordeñando los casinos del mundo y enviando el dinero a John Winston en Suiza, donde la compañía conocida por el nombre de Orfanatos, S. A. se hacía más y más rica.
Henry murió el año pasado, a la edad de sesenta y tres años. Su obra ya estaba completada. Había trabajado en ella durante veinte años.
Su agenda contenía una lista de trescientos setenta y un casinos importantes distribuidos en veintiún países o islas distintos. En todos ellos había estado muchas veces sin perder en una sola ocasión.
Según las cuentas de John Winston, Henry había ganado un total de ciento cuarenta y cuatro millones de libras.
Dejó veintiún orfanatos bien instalados y administrados por todo el mundo, uno en cada uno de los países que había visitado. Todos los orfanatos eran financiados y administrados por John y sus hombres desde Lausana.
Pero, ¿cómo es posible que yo, que no soy ni Max Engelman ni John Winston, esté enterado de todo esto? ¿Y cómo se me ocurrió escribir la historia?
Se lo contaré.
Poco después de morir Henry, John Winston me telefoneó desde Suiza. Se presentó a sí mismo diciendo sencillamente que era el director de una compañía denominada Orfanatos, S. A., y me preguntó si quería ir a Lausana para verle con vistas a escribir una breve historia de la organización. No sé de dónde sacó mi nombre. Probablemente tenía una lista de escritores y clavó un alfiler en ella. Dijo que me pagaría bien. Y añadió:
Un hombre notable ha muerto recientemente. Se llamaba Henry Sugar. Creo que la gente debería conocer algo de lo que ha hecho.
Llevado de mi ignorancia, le pregunté si la historia era realmente tan interesante que justificase el hecho de ponerla por escrito.
De acuerdo —dijo el hombre que ahora controlaba ciento cuarenta y cuatro millones de libras—. Olvídelo. Se lo pediré a otra persona. Hay muchos escritores en el mundo.
Me sentí picado.
No —dije—. Espere. ¿Podría decirme al menos quién fue ese Henry Sugar y qué hizo? Nunca he oído hablar de él.
En cinco minutos John Winston me contó por teléfono algo acerca de la carrera secreta de Henry Sugar. Ya no era un secreto. Henry había muerto y nunca volvería a jugar. Le escuché embelesado.
Tomaré el primer avión —dije.
Gracias —dijo John Winston—. Se lo agradecería.
En Lausana conocí a John Winston, que contaba ya más de setenta años, y también a Max Engelman, que tenía más o menos la misma edad. Ambos seguían desolados por la muerte de Henry. Max aún más que John Winston, toda vez que Max había estado constantemente a su lado durante más de trece años.
Le quería —dijo Max con el rostro ensombrecido—. Era un gran hombre. Nunca pensaba en sí mismo. Nunca se quedaba un solo penique del dinero que ganaba, excepto lo que necesitaba para viajar y comer. Escúcheme, una vez estábamos en Biarritz y él acababa de pasarse por el banco para depositar medio millón de francos que el banco debía remitir a John. Era la hora de almorzar. Entramos en un restaurante y almorzamos frugalmente, una tortilla y una botella de vino, y cuando nos presentaron la cuenta, Henry no llevaba encima ni cinco con que pagarla. Yo tampoco. Era un hombre encantador.
John Winston me contó todo lo que sabía. Me enseñó la libreta de tapas azul oscuro, la misma en la que el doctor John Cartwright escribiera su historia en Bombay, allá por el año 1934. Y lo copié todo palabra por palabra.
Henry la llevaba siempre consigo —dijo John Winston—. Acabó por saberse la historia de memoria.
Me mostró los libros de contabilidad de Orfanatos, S. A., en los que estaban anotadas las ganancias de Henry día tras día a lo largo de más de veinte años. Y he de decir que era algo asombroso en verdad.
Cuando terminó, le dije:
Hay una laguna importante en esta historia, míster Winston. No me ha contado casi nada acerca de los viajes de Henry y de sus aventuras en los casinos del mundo.
Esa historia le corresponde contarla a Max —dijo John Winston—. Max conoce todos los detalles porque él acompañaba a Henry. Pero dice que quiere probar de escribirla él mismo. Ya ha empezado a hacerlo.
Entonces, ¿por qué no deja que Max lo escriba todo? —pregunté.
Porque no quiere —dijo John Winston—. Sólo quiere escribir sobre Henry y Max. Resultará una historia fantástica si llega a terminarla alguna vez. Pero ya está viejo, como yo, y dudo que lo consiga.
Una última pregunta —dije—. Usted siempre le llama Henry Sugar. Y, pese a ello, me dice que ése no era su verdadero nombre. ¿No quiere que yo diga quién era en realidad cuando escriba la historia?
No —dijo John Winston—. Max y yo prometimos que nunca lo revelaríamos. Probablemente se sabrá tarde o temprano. Después de todo, procedía de una familia inglesa bastante conocida. Pero le agradecería que no tratase de averiguarlo. Limítese a llamarle míster Henry Sugar.
Y eso es lo que he hecho.