LA
MARAVILLOSA HISTORIA DE HENRY SUGAR
Henry
Sugar tenía cuarenta y un año y era soltero. También era rico. Era
rico porque había tenido un padre rico que ya había muerto. Era
soltero porque era demasiado egoísta para compartir su dinero con
una esposa.
Medía
un metro ochenta y cinco de estatura, pero en realidad no era tan
guapo como él creía.
Prestaba
mucha atención a su atuendo. Encargaba sus trajes a un sastre muy
caro, sus camisas a un camisero, y sus zapatos a un zapatero.
Gastaba
una costosa loción para después del afeitado, y para tener las
manos suaves utilizaba una crema que contenía grasa de tortuga.
Su
peluquero le cortaba el pelo cada diez días y siempre aprovechaba la
ocasión para hacerse la manicura.
Se había
gastado una fortuna en hacerse esmaltar los dientes de arriba porque
los dientes originales tenían un color amarillento bastante
desagradable. Un cirujano estético le había extirpado un pequeño
lunar de la mejilla izquierda.
Conducía
un «Ferrari» que debía de haberle costado más o menos lo mismo
que una casa de campo.
Pasaba
los veranos en Londres, pero en cuanto aparecían las primeras
heladas de octubre se iba a las Indias Occidentales o al sur de
Francia, donde se alojaba en casa de sus amigos. Todos sus amigos
eran ricos porque habían heredado dinero.
Henry no
había trabajado un solo día en toda su vida y su lema personal,
inventado por él mismo, era éste: Es mejor soportar una leve
regañina que realizar una tarea onerosa. Sus amigos opinaban que
dicho lema era divertidísimo.
Hombres
como Henry Sugar los encuentras flotando a la deriva como algas por
todo el mundo. Se les ve especialmente en Londres, Nueva York, París,
Nassau, Montego Bay, Cannes y Saint Tropez. No son unos hombres
especialmente malos. Pero tampoco son hombres buenos. No tienen
verdadera importancia. Simplemente forman parte del decorado.
Todos
ellos, toda la gente rica de este tipo, tienen una peculiaridad en
común: sienten un tremendo deseo de hacerse aún más ricos de lo
que ya son. El millón nunca es suficiente. Tampoco lo son los dos
millones. Siempre sienten ese anhelo insaciable de obtener más
dinero. Y eso se debe a que viven bajo el terror constante de
despertarse una mañana y encontrarse con que no les queda nada en el
banco.
Toda
esta gente emplea los mismos métodos para tratar de incrementar su
fortuna. Compran acciones y valores y contemplan cómo suben y bajan.
Juegan fuertes cantidades a la ruleta y al blackjack
en
los casinos. Apuestan a los caballos. Apuestan a casi todo. En cierta
ocasión Henry Sugar se había jugado mil libras sobre el resultado
de una carrera de tortugas celebrada en el campo de tenis de lord
Liverpool. Y había doblado dicha suma para jugársela con un hombre
llamado Esmond Hanbury en una apuesta aún más estúpida, que era la
siguiente: soltaron al perro de Henry en el jardín y lo observaron
desde una ventana. Pero antes de soltar al perro, cada uno de los dos
hombres tuvo que predecir cuál sería el primer objeto ante el cual
el animal levantaría la pata. ¿Sería una pared, un poste, un
arbusto o un árbol? Esmond eligió una pared. Henry, que llevaba
días estudiando los habitas de su perro con vistas a hacer aquella
apuesta precisa, escogió un árbol y ganó el dinero.
Con
juegos ridículos como éstos trataban Henry y sus amigos de vencer
el mortal aburrimiento que les producía el hecho de ser tan ociosos
como ricos.
El
propio Henry, como habrán observado, no le hacía ascos a estafar un
poco a sus amigos cuando se le presentaba la oportunidad. La apuesta
sobre el perro fue decididamente poco honrada. Y, si quieren saber la
verdad, tampoco fue honrada la apuesta sobre la carrera de tortugas.
Henry hizo trampas, ya que una hora antes del comienzo de la carrera
obligó a la tortuga de su contrario a tragarse una pildorita para
hacer dormir.
Y ahora
que ya tienen una idea aproximada de la clase de persona que era
Henry Sugar, puedo empezar mi historia.
Un fin
de semana veraniego Henry cogió el coche y bajó de Londres a
Guilford para pasar un par de días en casa de sir William Wyndham.
La casa era magnífica y lo mismo los jardines, pero, al llegar Henry
aquel sábado por la tarde, caía un fuerte chaparrón. El tenis
quedaba descartado; el croquet, también. Lo mismo cabía decir de
nadar en la piscina al aire libre de sir William. El anfitrión y sus
invitados se sentaron en la sala de estar, contemplando con expresión
aburrida la lluvia que azotaba los cristales de las ventanas. A la
gente muy rica el mal tiempo les sienta como un tiro. Es la única
incomodidad que su dinero no puede remediar.
—Juguemos
a la canasta. Cantidades elevadas —dijo uno de los que se
encontraban en la sala de estar.
A los
demás la idea les pareció espléndida, pero, como eran cinco
personas en total, una de ellas tendría que conformarse con ver
jugar a las demás. Cortaron las cartas. Henry sacó la carta más
baja, la de la mala suerte.
Los
otros cuatro se sentaron y empezaron a jugar. A Henry le molestó
verse excluido de la partida. Salió de la sala de estar y dio un
paseo por el inmenso vestíbulo. Pasó un rato contemplando los
cuadros, luego siguió paseando por la casa, muerto de aburrimiento
por no tener nada que hacer. Finalmente se refugió en la biblioteca.
El padre
de sir William había sido un famoso coleccionista de libros y las
cuatro paredes de aquella espaciosa habitación se hallaban cubiertas
de libros del suelo al techo. Henry Sugar no se sintió impresionado.
Ni siquiera se sintió interesado. Los únicos libros que leía él
eran novelas policíacas y de aventuras. Recorrió despacio la
habitación, mirando los libros por si había alguno que le gustara.
Pero los que contenía la biblioteca de sir William eran todos
volúmenes encuadernados en piel que ostentaban nombres tales como
Balzac, Ibsen, Voltaire, Johnson y Pepys. Tonterías aburridas, todos
sin excepción, según se dijo Henry. Y se disponía a salir de allí
cuando le llamó la atención un libro totalmente distinto de todos
los demás. Era tan delgado que no se hubiese fijado en él de no
haber sobresalido un poco de los que había a uno y otro lado. Y
cuando
lo
sacó de la estantería, vio que en realidad no era más que una
libreta de ejercicios, del tipo que utilizan los escolares, con tapa
de cartón. La tapa era azul oscuro, pero no había nada escrito en
ella. Henry abrió la libreta. En la primera página, escrito con
tinta y letras de imprenta, decía:
INFORME
SOBRE UNA ENTREVISTA
CON
IMHRAT KHAN, EL HOMBRE QUE
PODÍA
VER SIN LOS OJOS
POR
EL
DOCTOR JOHN F. CARTWRIGHT
BOMBAY,
INDIA
DICIEMBRE
DE 1934
Henry
pensó que aquello parecía moderadamente interesante. Volvió una
página. Todo lo demás venía escrito a mano con tinta negra. La
letra era clara y pulcra. Henry leyó de pie las dos primeras
páginas. De pronto le entraron ganas de seguir leyendo. Lo que leyó
era bueno. Era fascinante. Se llevó la libreta a un sillón de cuero
que había junto a la ventana y se sentó cómodamente. Luego empezó
a leer de nuevo desde el principio.
He aquí
lo que Henry leyó en la delgada libreta de tapas azules:
Yo, John
Cartwright, soy cirujano en el Hospital General de Bombay. En la
mañana del día dos de diciembre de 1934 me encontraba tomando una
taza de té en el salón de descanso de los médicos. Se hallaban
conmigo otros tres médicos, todos ellos disfrutando de un merecido
descanso y de una taza de té. Eran el doctor Marshall, el doctor
Phillips y el doctor Macfarlane. Alguien llamó a la puerta.
—Adelante
—dije.
La
puerta se abrió y entró un indio que nos sonrió y dijo:
—Les
ruego que me perdonen. ¿Podría pedirles un favor, caballeros?
El salón
de descanso de los médicos es un lugar de lo más privado. Nadie
salvo los médicos puede entrar en él como no sea en caso de
urgencia.
—Esto
es un salón privado —dijo secamente el doctor Macfarlane.
—Sí,
sí —contestó el indio—. Ya lo sé y lamento mucho irrumpir en
él de esta manera, señores, pero tengo algo interesantísimo que
mostrarles.
Los
cuatro nos sentimos muy molestos y no dijimos nada.
—Caballeros
—dijo el indio—. Yo soy un hombre que puede ver sin utilizar los
ojos.
Seguimos
sin invitarle a seguir hablando. Pero tampoco lo echamos a patadas.
—Pueden
taparme los ojos con la mano del modo que les parezca —dijo—.
Pueden envolverme la cabeza con cincuenta vendas y, pese a ello,
podré leerles un libro.
Parecía
hablar muy en serio y noté que se me empezaba a despertar la
curiosidad.
—Venga
aquí —dije. El indio se me acercó—. Dése la vuelta —dio la
vuelta. Apoyé firmemente las manos sobre sus ojos, cerrándole los
párpados—. Ahora —dije— uno de los médicos presentes en esta
habitación levantará algunos dedos. Dígame cuántos.
El
doctor Marshall levantó siete dedos.
—Siete
—dijo el indio.
—Otra
vez —dije.
—Ninguno
—dijo el indio.
—Una
vez más —repetí.
El
doctor Marshall apretó ambos puños y ocultó todos sus dedos.
—Ninguno
—dijo el indio.
Aparté
las manos de sus ojos.
—No
está mal —comenté.
—Un
momento —dijo el doctor Marshall—. Probemos con esto.
De una
percha que había en la puerta colgaba una bata blanca de médico. El
doctor Marshall la descolgó y la enrolló hasta formar con ella una
especie de bufanda larga. Luego envolvió con ella la cabeza del
indio y anudó los extremos por detrás.
—Pruebe
ahora —me dijo el doctor Marshall.
Saqué
una llave del bolsillo.
—¿Qué
es esto? —pregunté.
—Una
llave —contestó el indio.
Guardé
la llave y levanté una mano vacía.
—¿Qué
es este objeto? —pregunté.
—No
hay ningún objeto —respondió el indio—. La mano está vacía.
El
doctor Marshall destapó los ojos del hombre.
—¿Cómo
lo hace? —preguntó— ¿Cuál es el truco?
—No
hay truco alguno —dijo el indio—. Es una cosa auténtica que he
logrado tras años de adiestramiento.
—¿Qué
clase de adiestramiento? —pregunté.
—Le
ruego que me
perdone,
señor. Pero esa es una cuestión privada.
El indio
era un hombre alto de unos treinta años, de piel color marrón
claro, como un coco. Lucía un bigotito negro. Además, sobre la
parte exterior de las orejas le crecía un curioso mechón de pelo
negro. Llevaba una túnica blanca de algodón y calzaba sandalias.
—Verán,
caballeros —prosiguió—. Actualmente me gano la vida trabajando
en un teatro ambulante y acabamos de llegar a Bombay. Esta noche
damos la función de apertura.
—¿Dónde
la dan? —pregunté.
—En el
Royal Palace Hall —contestó—. En Acacia Street. Yo soy la
estrella del espectáculo. En el programa se me presenta como «Imhrat
Khan, el hombre que ve sin los ojos». Y es mi deber anunciar el
espectáculo a lo grande. Si no vendemos entradas, no comemos.
—¿Qué
tiene eso que ver con nosotros? —le pregunté.
—Les
interesará mucho —dijo—. Es muy divertido. Permítanme que se lo
explique. Verán, siempre que nuestro teatro llega a una nueva
ciudad, yo me presento en el mayor hospital que haya en ella y les
pido a los médicos que me venden los ojos. Les pido que lo hagan
como verdaderos expertos. Tienen que cerciorarse de que mis ojos
queden completamente cubiertos varias veces. Es importante que eso lo
hagan los médicos, de lo contrario la gente creería que hago
trampas. Entonces, cuando estoy bien vendado, salgo a la calle y hago
una cosa peligrosa,
—¿Qué
quiere decir con eso? —pregunté.
—Lo
que quiero decir es que hago algo que resulta extremadamente
peligroso para alguien que no puede ver.
—¿Qué
es lo que hace? —pregunté.
—Es
muy interesante —dijo—. Y me verán hacerlo si tienen la bondad
de vendarme antes. Me harían un gran favor si hicieran esto por mí,
caballeros.
Miré a
los demás médicos. El doctor Phillips manifestó que tenía que
volver con sus pacientes, y lo mismo dijo el doctor Macfarlane. Pero
el doctor Marshall dijo:
—Bueno,
¿por qué no? Puede que resulte divertido. No nos llevará ni un
minuto.
—Estoy
de acuerdo —dije—, Pero hagámoslo como es debido. Hemos de tener
la certeza absoluta de que este hombre no puede ver nada.
—Son
ustedes muy amables —dijo el indio—. Les ruego que hagan lo que
deseen.
El
doctor Phillips y el doctor Macfarlane abandonaron la habitación.
—Antes
de vendarle —dije al doctor Marshall—, le sellaremos los
párpados. Después de ello, le llenaremos las cuencas de los ojos
con algo blando, sólido y pegajoso.
—Sería
perfecto —asintió el doctor Marshall.
—¿Qué
le parece un poco de masa de pan?
—Sería
perfecto —dijo el doctor Marshall.
—De
acuerdo —dije—. Si hace el favor de bajar a la panadería del
hospital y pedir un poco de masa, yo mientras le llevaré al
quirófano y le sellaré los párpados.
Salí
del salón de descanso con el indio y echamos a andar por el largo
pasillo del hospital hacia la sala de curas.
—Échese
aquí —dije, indicándole la cama alta. El indio se echó en ella.
Saqué un frasquito del botiquín. Tenía un cuentagotas en el
tapón—. Esto es una cosa que llamamos colodión —le dije—. Se
endurecerá sobre sus párpados cerrados de tal modo que le será
imposible abrirlos.
—¿Cómo
me lo saco después? —me preguntó.
—Con
alcohol se disolverá muy fácilmente —dije—. Es totalmente
inofensivo. Ahora cierre los ojos.
El indio
cerró los ojos. Apliqué el colodión sobre ambos párpados.
—Manténgalos
cerrados —dije—. Espere hasta que se seque.
En un
par de minutos el colodión formó una película dura sobre los
párpados, pegándolos fuertemente.
—Trate
de abrirlos —dije.
Lo
intentó, pero no pudo.
El
doctor Marshall entró con un plato lleno de masa de pan, de la que
se utiliza normalmente en las panaderías. Era agradable y blanda.
Cogí un poco y lo coloqué sobre uno de los ojos del indio. Llené
toda la cuenca y dejé que un poco de masa quedase sobre la piel
alrededor de los ojos. Luego apreté con fuerza los bordes.
Seguidamente repetí la operación en el otro ojo.
—No le
escocerá demasiado, ¿verdad? —pregunté.
—No
—dijo el indio—. Está bien.
—Encárguese
usted de vendarle —le dije al doctor Marshall—. Tengo los dedos
demasiado pegajosos.
—Con
mucho gusto —dijo el doctor Marshall—. Mire esto —cogió una
bolita gruesa de algodón en rama y la colocó sobre los ojos del
indio, cubiertos de masa. El algodón quedó pegado a la masa de
pan—. Incorpórese, por favor —dijo el doctor Marshall.
El indio
se incorporó en la cama.
El
doctor Marshall cogió un rollo de venda de unos siete centímetros
de ancho y procedió a enrollarla alrededor de la cabeza del indio.
La venda hizo que la masa de pan y el algodón quedasen firmemente
sujetos. El doctor Marshall prendió la venda con alfileres. Después
cogió una segunda venda y empezó a enrollarla no sólo alrededor de
los ojos del indio sino también alrededor de todo su rostro y
cabeza.
—Les
ruego que me dejen la nariz libre para respirar —dijo el indio.
—Desde
luego —contestó el doctor Marshall. Terminó su tarea y prendió
la venda con alfileres—. ¿Qué le parece? —preguntó.
—Espléndido
—dije—. No tiene ninguna posibilidad de ver a través del
vendaje.
La
totalidad de la cabeza del indio se hallaba ahora envuelta por un
vendaje blanco y grueso, y sólo se le veía la nariz asomando entre
las vendas. Parecía un hombre que acabase de sufrir una terrible
operación en el cerebro.
—¿Qué
tal se siente? —preguntó el doctor Marshall al indio.
—Muy
bien —dijo el indio—. Debo felicitarles, caballeros, por el
excelente trabajo que han hecho.
—Pues
ya puede bajarse de ahí —dijo el doctor Marshall, sonriéndome—.
Ahora demuéstrenos que es capaz de ver cosas.
El indio
bajó de la cama y se dirigió en línea recta hasta la puerta. La
abrió y salió de la habitación.
—¡Santo
cielo! —exclamé—. ¿Ha visto eso? ¡Ha puesto la mano en el
tirador sin equivocarse!
El
doctor Marshall ya no sonreía. De pronto el rostro se le había
puesto blanco.
—Voy
tras él —dijo, corriendo hacia la puerta.
También
yo corrí hacia ella.
El indio
caminaba normalmente por el pasillo del hospital. El doctor Marshall
y yo le seguíamos a cosa de unos cuatro o cinco metros. Y daba miedo
ver a aquel hombre con la cabeza totalmente vendada caminando
despreocupadamente por el pasillo como hubiese hecho cualquier otra
persona. Y daba aún más miedo cuando sabías con certeza que tenía
las cuencas de los ojos llenas de masa de pan y que encima de la masa
había una gruesa capa de algodón en rama y los vendajes.
Vi que
un enfermero nativo venía por el pasillo en dirección al indio. El
enfermero empujaba un carrito lleno de comida. De pronto el enfermero
vio al indio de la cabeza blanca y se detuvo en seco. El indio
vendado se apartó tranquilamente a un lado y siguió andando.
—¡Lo
ha visto! —exclamé—. ¡Tiene que haber visto el carrito! ¡Se ha
apartado para no chocar con él! ¡Esto es realmente increíble!
El
doctor Marshall no me contestó. Tenía las mejillas blancas y la
cara rígida a causa del asombro y la incredulidad.
El indio
llegó a las escaleras y empezó a bajarlas.
Las
recorrió sin ningún contratiempo. Ni siquiera apoyó la mano en la
barandilla. Varias personas subían por las escaleras. Todas ellas se
detuvieron, soltaron un respingo y rápidamente se apartaron de su
camino.
Al
llegar al final de las escaleras, el indio giró hacia la derecha y
se dirigió a las puertas que daban a la calle. El doctor Marshall y
yo le seguíamos de cerca.
La
entrada de nuestro hospital se encuentra algo apartada de la calle y
hay una escalinata un tanto aparatosa que lleva de la entrada a un
pequeño patio bordeado de acacias. El doctor Marshall y yo salimos a
la cegadora luz del sol y nos detuvimos en lo alto de la escalinata.
A nuestros pies, en el patio, vimos una multitud de unas cien
personas. Por lo menos la mitad de ellas eran niños descalzos que
empezaron a vitorear y gritar cuando el indio bajó la escalinata. El
indio saludó levantando ambas manos por encima de la cabeza.
De
repente vi la bicicleta. Estaba aparcada a un lado de la escalinata y
junto a ella había un chico pequeño que la sostenía. Era una
bicicleta del tipo corriente, pero en la parte posterior había un
gran letrero que ostentaba las siguientes palabras:
IMHRAT
KHAM, ¡EL HOMBRE QUE VE
SIN
LOS OJOS!
¡HOY
MIS OJOS HAN SIDO
VENDADOS
POR
MÉDICOS
DEL HOSPITAL!
ACTUACIÓN
ESTA NOCHE Y
TODA
ESTA SEMANA EN
EL
ROYAL PALACE HALL,
ACACIA
STREET, A LAS 7 DE LA TARDE
¡NO
SE LO PIERDAN!
VERÁN
HACER MILAGROS
Nuestro
indio había llegado al final de la escalinata y caminó directamente
hasta la bicicleta. Dijo algo al chico que la sostenía y éste
sonrió. El indio montó en la bicicleta. La multitud le abrió paso.
Entonces he aquí que el sujeto de los ojos sellados y vendados cruzó
el patio y se mezcló con el denso y ruidoso tráfico de la calle.
Los vítores de la multitud arreciaron. Los niños descalzos salieron
corriendo tras él, chillando y riendo. Durante uno o dos minutos
conseguimos seguirle con la vista. Le vimos bajar estupendamente la
bulliciosa calle, con los coches casi rozándole y los chiquillos
corriendo tras él. Luego dobló una esquina y se perdió de vista.
—Me
siento aturdido —confesó el doctor Marshall—. No acabo de
creérmelo.
—Tenemos
que creerlo —dije—. Es totalmente imposible que se haya quitado
la masa de pan de debajo de los vendajes. No le hemos perdido de
vista un solo momento. Además, para quitarse el colodión
necesitaría algodón en rama y alcohol, y tardaría por lo menos
cinco minutos.
—¿Sabe
qué pienso? —dijo el doctor Marshall—. Creo que hemos
presenciado un milagro.
Dimos la
vuelta y regresamos lentamente al hospital.
Durante
el resto del día estuve ocupado atendiendo a los pacientes en el
hospital. A las seis de la tarde terminó mi turno y volví en coche
a mi piso para ducharme y cambiarme de ropa. Era la temporada más
calurosa del año en Bombay, e incluso después de ponerse el sol el
calor era como un horno abierto. Si te quedabas sentado en una silla
sin hacer nada, el sudor brotaba de tu piel. El rostro te relucía a
causa de la humedad durante todo el día y la camisa se te pegaba al
pecho. Me di una ducha larga y fría. Me tomé un whisky con soda
sentado en la veranda, sin más vestimenta que una toalla alrededor
de la cintura. Luego me vestí con ropa limpia.
A las
siete menos diez me encontraba ante la entrada del Royal Palace Hall
en Acacia Street. No era un local de lujo. Se trataba de una de esas
salas más bien pequeñas y destartaladas que pueden alquilarse por
poco dinero para reuniones o bailes. Había un grupo bastante nutrido
de indios enfrente de la taquilla, y sobre la entrada un cartel
grande proclamaba que LA COMPAÑÍA INTERNACIONAL DE TEATRO actuaría
todas las noches durante aquella semana. El cartel añadía que
habría malabaristas, prestidigitadores, acróbatas, tragaespadas,
comedores de fuego, encantadores de serpientes y una obra en un solo
acto titulada El
rajá y la mujer tigre. Mas
por encima de todo esto y con letras más grandes, el cartel decía:
IMHRAT KHAN, EL HOMBRE MILAGRO QUE VE SIN LOS OJOS.
Compré
una entrada y entré.
El
espectáculo duró dos horas. Ante mi sorpresa, disfruté mucho con
él. Todos los artistas eran excelentes. Me gustó el hombre que
hacía juegos malabares con utensilios de cocina. En un momento dado
tuvo volando por los aires simultáneamente una cacerola, una sartén,
una bandeja del horno, una fuente grande y una olla. El encantador de
serpientes tenía una serpiente verde y grande que
casi
se levantaba sobre la punta de la cola y se balanceaba siguiendo la
música de su flauta. El comedor de fuego comió fuego y el
tragaespadas se metió un estoque puntiagudo hasta el estómago. Al
final de todo, tras una gran fanfarria de trompetas, nuestro amigo
Imhrat Khan salió a escena para ejecutar su número. Seguía
llevando los vendajes que le habíamos puesto en el hospital.
Algunos
miembros del público subieron al escenario para vendarle los ojos
con sábanas, pañuelos y turbantes y al final había tanta tela
alrededor de su cabeza, que le costaba trabajo mantener el
equilibrio. Entonces le dieron un revólver. Un chiquillo salió a
escena y se colocó a la izquierda. Era el mismo que aquella mañana
sostuviera la bicicleta en el patio del hospital. El pequeño se
colocó una lata encima de la cabeza y se quedó completamente
inmóvil. Un silencio de muerte se apoderó del público mientras
Imhrat Khan apuntaba con el revólver. Hizo fuego. La detonación nos
hizo estremecer a todos. La lata saltó de la cabeza del chiquillo y
cayó estrepitosamente al suelo. El pequeño la recogió y mostró a
los espectadores el agujero producido por la bala. Todos los
presentes prorrumpieron en vítores y aplausos. El chiquillo sonrió.
Luego el
pequeño se colocó de espaldas a un biombo de madera e Imhrat Khan
arrojó cuchillos alrededor de su cuerpo. La mayoría de ellos se
clavaron en la madera a pocos milímetros del cuerpo del pequeño.
Fue un número espléndido. Pocas personas habrían podido arrojar
cuchillos con tanta puntería, aun teniendo los ojos destapados, pero
ahí estaba Imhrat Khan, aquel tipo extraordinario, con la cabeza tan
envuelta que parecía una enorme bola de nieve colocada sobre un
palo, y arrojaba los cuchillos contra el biombo a escasos milímetros
de la cabeza del chiquillo. El pequeño sonrió durante todo el
número y, al terminar éste, el público, presa de excitación, se
puso a chillar y golpear el suelo con los pies.
El
último número de Imhrat Khan, aunque no fue tan espectacular,
resultó aún más impresionante. Sacaron un bidón al escenario. El
público fue invitado a examinarlo para cerciorarse de que en él no
había ningún agujero. Efectivamente, no los había. Entonces
colocaron el bidón sobre la cabeza vendada de Imhrat Khan. El barril
le cubría los hombros y le llegaba hasta los codos, apretándole la
parte superior de los brazos contra el cuerpo, aunque todavía podía
extender los antebrazos y las manos. Alguien le puso una aguja de
coser en una mano y un trozo de hilo de algodón en la otra. Sin
hacer ningún movimiento en falso, enhebró pulcramente el hilo por
el ojo de la aguja. Me quedé boquiabierto.
En
cuanto terminó el espectáculo, me abrí paso entre el público para
llegar a la parte posterior del escenario. Encontré a Imhrat Khan en
un camerino pequeño pero limpio, sentado tranquilamente en un
taburete de madera. El chiquillo indio le estaba quitando la masa de
pañuelos y sábanas que le envolvía la cabeza.
—Ah
—dijo Imhrat—. Es mi amigo el médico del hospital. Pase, señor,
pase.
—He
presenciado el espectáculo —dije.
—¿Y
qué le ha parecido?
—Me ha
gustado mucho. Ha estado usted maravilloso.
—Gracias
—dijo—. Es un gran cumplido.
—También
debo felicitar a su ayudante —dije, señalando al pequeño—. Es
muy valiente.
—No
sabe hablar inglés —dijo el indio—. Pero le transmitiré lo que
acaba de decirme usted.
Rápidamente
dijo algo al pequeño en indostaní y el chiquillo movió la cabeza
solemnemente pero no dijo nada.
—Mire
—dije—. Le hice un favor esta mañana. ¿Querría corresponder al
mismo haciéndome uno a mí? ¿Accede a salir a cenar conmigo?
En la
cabeza del indio ya no quedaba ninguna envoltura. Me sonrió y dijo:
—Me
parece que siente usted curiosidad, doctor. ¿Me equivoco?
—Mucha
curiosidad —dije—. Me gustaría hablar con usted.
Una vez
más me llamaron la atención los mechones de pelo negro y muy espeso
que le salían por las orejas. No había visto nada parecido en
ninguna otra persona.
—Nunca
he sido interrogado por un doctor —dijo—. Pero no tengo ningún
inconveniente. Sería un placer cenar con usted.
—¿Le
espero en el coche?
—Sí,
por favor —dijo—. Tengo que lavarme y quitarme esta ropa sucia.
Le
describí mi coche y añadí que le esperaría fuera.
Salió
del teatro quince minutos más tarde, vistiendo una túnica blanca de
algodón y las sandalias de costumbre. Y pronto nos encontramos los
dos cómodamente sentados en un pequeño restaurante al que yo iba
algunas veces porque allí hacían el mejor curry
de
la ciudad. Bebí cerveza con mi curry.
Imhrat
Khan bebió limonada.
—No
soy escritor —le dije—. Soy médico. Pero si me cuenta usted su
historia desde el principio, si me explica cómo obtuvo ese poder
mágico que le permite ver sin los ojos, tomaré nota de ella con
tanta fidelidad como me sea posible. Y puede que luego consiga que me
la publiquen en la Britisb
Medical Journal o
incluso en alguna revista francesa. Y dado que soy médico y no un
escritor que trata de vender una historia por dinero, la gente se
sentirá mucho más inclinada a tomar en serio lo que diga. Sería
una ayuda para usted que se le conociese mejor, ¿no es así?
—Sería
una gran ayuda —dijo—. ¿Pero por qué quiere usted hacer esto?
—Pues
porque estoy loco de curiosidad —repuse—. Esa es la única razón.
Imhrat
Khan tomó un bocado de arroz con curry
y
lo masticó despacio. Luego dijo:
—Muy
bien, amigo mío. Lo haré.
—¡Espléndido!
—exclamé—. Volvamos a mi piso en cuanto acabemos de comer y allí
podremos hablar sin que nadie nos moleste.
Terminamos
de cenar. Pagué la cuenta. Luego llevé a Imhrat Khan a mi piso.
Al
entrar en mi sala de estar, saqué papel y lápices para poder tomar
notas. Tengo una especie de taquigrafía propia que utilizo para
tomar nota de la historia médica de los pacientes y con la que puedo
anotar la mayor parte de lo que dice una persona si no habla
demasiado aprisa. Creo que pesqué casi todo lo que Imhrat Khan me
dijo aquella noche, palabra por palabra, y aquí lo tienen. Se lo doy
a ustedes tal como él me lo contó.
—Soy
indio, hindú —dijo Imhrat Khan— y nací en Akhnur, en el estado
de Cachemira, en 1905. Mi familia es pobre y mi padre trabajaba de
revisor en el ferrocarril. Cuando tenía
trece
años, un prestidigitador indio viene a nuestra escuela y da una
función. Recuerdo que se llama profesor Moor —en la India todos
los prestidigitadores se hacen llamar «profesor»— y sus trucos
son muy buenos. Quedo tremendamente impresionado. Me parece que es
magia auténtica. Siento, ¿cómo le diría?, siento un deseo
poderoso de aprender esta magia, así que dos días después me
escapo de casa, decidido a encontrar y seguir a mi nuevo héroe, el
profesor Moor. Me llevo todos mis ahorros, catorce rupias, y sólo la
ropa que llevo puesta. Llevo un dhoti
blanco
y sandalias. Esto ocurre en 1918 y yo tengo trece años.
»Averiguo
que el profesor Moor se ha ido a Lahore, a trescientos veinte
kilómetros de allí, así que yo solo compro un billete, de tercera
clase, y cojo el tren para seguirle. En Lahore localizo al profesor.
Trabaja como prestidigitador en un espectáculo muy barato. Le hablo
de mi admiración y me ofrezco a él como ayudante. Me acepta. ¿Mi
paga? Ah, sí, mi paga es de ocho annas
al
día.
»El
profesor me enseña a hacer el truco de juntar los anillos y mi
trabajo consiste en colocarme en la calle, ante la puerta del teatro,
y ejecutar este truco e invitar a la gente a entrar y ver el
espectáculo.
»Durante
seis semanas enteras esto está muy bien. Es mucho mejor que ir a la
escuela. Pero luego qué terrible bomba me cae encima al comprender
de repente que la magia del profesor Moor no es auténtica, que todo
son trucos y rapidez de manos. Inmediatamente el profesor deja de ser
mi héroe. Pierdo todo el interés por mi trabajo, pero al mismo
tiempo toda mi mente se llena de un anhelo muy fuerte. Anhelo por
encima de todas las cosas aprender la magia verdadera y descubrir
algo sobre el poder extraño llamado yoga.
»Para
ello debo encontrar un yogui que esté dispuesto a aceptarme como
discípulo. Esto no va a ser fácil. Los yoguis verdaderos no crecen
en los árboles. Hay muy pocos de ellos en toda la India. Además,
son gente fanáticamente religiosa. Por lo tanto, si quiero encontrar
un maestro, tendré que fingir que también yo soy un hombre muy
religioso.
»No, en
realidad no soy religioso. Y debido a eso, soy lo que usted llamaría
un tramposo. Quería adquirir poderes yóguicos por razones puramente
egoístas. Quería utilizar estos poderes para obtener fama y
fortuna.
»Ahora
bien, esto era algo que el yogui verdadero despreciaría más que
cualquier otra cosa en el mundo. De hecho, el yogui verdadero cree
que cualquier yogui que haga mal uso de sus poderes morirá pronto y
repentinamente. Un yogui jamás debe actuar en público. Debe
practicar su arte sólo en la más absoluta intimidad y como oficio
religioso, de lo contrario será castigado con la muerte. Esto yo no
me lo creía y aún no me lo creo.
»De
modo que ahora empieza mi búsqueda de un instructor yóguico.
Abandono al profesor Moor y me voy a una ciudad llamada Amritsar, en
el Punjab, donde me uno a una compañía teatral ambulante. Tengo que
ganarme la vida mientras busco el secreto, y ya he tenido éxito como
actor aficionado en la escuela. Así que durante tres años viajo con
este grupo de teatro por todo el Punjab y al final, cuando ya tengo
dieciséis años y medio, ocupo el primer lugar en los carteles.
Durante todo el tiempo voy ahorrando dinero y ahora ya he juntado una
suma muy grande: dos mil rupias.
»Es en
este momento cuando tengo noticia de un hombre llamado Banerjee. Este
Banerjee, según se dice, es uno de los yoguis verdaderamente grandes
de la India y posee poderes extraordinarios. Por encima de todo, la
gente cuenta que ha adquirido el raro poder de la levitación, de
manera que cuando reza todo su cuerpo abandona el suelo y queda
suspendido en el aire, a cuarenta y cinco centímetros del suelo.
»Ajá,
me digo, sin duda éste es el hombre que me conviene. Este Banerjee
es al que debo buscar. Así que en el acto cojo mis ahorros, abandono
a la compañía teatral y me dirijo a Rishikesh, a orillas del
Ganges, donde, según los rumores, vive Banerjee.
»Durante
seis meses busco a Banerjee. ¿Dónde está? ¿Dónde? ¿Dónde está
Banerjee? Ah, sí, dicen que en Rishikesh, Banerjee ciertamente ha
estado en la ciudad, pero de eso ya hace algún tiempo e incluso
entonces nadie le vio. ¿Y ahora? Ahora Banerjee se ha ido a otro
lugar. ¿Qué otro lugar? Ah, bien, dicen, ¿cómo podemos saberlo?
¿Cómo? ¿Cómo puede uno conocer los movimientos de alguien como
Banerjee? ¿Acaso no lleva una vida de retiro absoluto? ¿No? Y yo
digo que sí. Sí, sí, sí. Desde luego. Eso es obvio. Incluso para
mí.
»Gasto
todos mis ahorros tratando de encontrar a Banerjee, todos excepto
treinta y cinco rupias. Pero no sirve de nada. Sin embargo, me quedo
en Rishikesh y me gano la vida haciendo trucos corrientes de
prestidigitación para grupos pequeños y así. Estos son los trucos
que he aprendido del profesor Moor y por naturaleza mis juegos de
manos son muy buenos.
«Entonces,
un día me encuentro sentado en el pequeño hotel de Rishikesh y de
nuevo oigo hablar del yogui Banerjee. Un viajero cuenta que ha oído
decir que Banerjee ahora vive en la jungla, no muy lejos de allí,
mas en la espesa jungla y completamente solo.
»Pero,
¿dónde?
»El
viajero no está seguro de dónde. "Posiblemente", dice,
"allí arriba, en esa dirección, al norte de la ciudad", y
señala con el dedo.
»Bueno,
con eso me basta. Me voy al mercado y empiezo a regatear para
alquilar una tonga,
que
es un caballo y un carro, y justo cuando estoy terminando la
transacción con el cochero se me acerca un hombre que nos ha estado
escuchando y dice que él también va en esa dirección. Dice que
puede hacer parte del viaje conmigo y compartir los gastos. Me alegro
mucho de ello, como es natural, y nos ponemos en marcha, el hombre y
yo sentados
en
el carro y el cochero conduciendo el caballo. Seguimos un sendero muy
estrecho que cruza la jungla.
»Y
entonces, ¡qué fantástico golpe de suerte tengo! Hablo con mi
compañero y averiguo que es discípulo nada menos que del mismísimo
Banerjee y que precisamente se dirige a visitar a su maestro. Así
que, sin andarme por las ramas, le digo que a mí también me
gustaría hacerme discípulo del yogui.
»Se
vuelve y me mira fijamente largo rato y no habla durante tres minutos
quizás. Luego dice, sin alzar la voz: "No, eso es imposible."
»De
acuerdo, me digo a mí mismo, ya veremos. Luego le pregunto si
realmente es verdad que Banerjee levita cuando reza.
»"Sí",
dice. "Eso es verdad. Pero a nadie se le permite ver cómo lo
hace. A nadie se le permite jamás acercarse a Banerjee cuando está
rezando."
»Así
que seguimos un rato más en la tonga,
sin
dejar de hablar de Banerjee, y, por medio de preguntas cuidadosas y
sutiles, consigo averiguar varias cosas sobre él, como, por ejemplo,
a qué hora del día comienza sus rezos. Al cabo de poco tiempo, el
hombre dice: "Le dejaré aquí. Aquí es donde me apeo."
»Le
dejo allí y finjo seguir mi camino, pero, al doblar una curva, le
digo al cochero que se detenga y espere. Rápidamente salto del carro
y regreso sigilosamente por el sendero, buscando a este hombre, el
discípulo de Banerjee. No está en el sendero. Ya ha desaparecido en
el interior de la jungla. ¿Pero en qué dirección? ¿Por qué lado
del sendero? Me quedo muy quieto y escucho.
»Oigo
una especie de crujido en la maleza. Me digo que debe de ser él. Si
no es él, entonces es un tigre. Pero es él. Le veo delante de mí.
Avanza por la jungla espesa. Por donde camina no hay siquiera un
sendero angosto y tiene que abrirse paso entre bambúes altos y toda
clase de vegetación espesa. Le sigo sigilosamente. Me mantengo a
unos cien metros de él porque temo que me oiga. Desde luego, yo
puedo oírle a él. Es imposible avanzar en silencio por la jungla
muy espesa, y cuando le pierdo de vista, cosa que ocurre muy a
menudo, puedo seguirle por el ruido.
»Durante
cerca de media hora continúa este tenso juego. Entonces,
súbitamente, ya no puedo oír al hombre que va delante de mí. Me
detengo y escucho. La jungla está silenciosa. Me aterra la idea de
que tal vez le haya perdido. Avanzo sigilosamente un poco más y de
pronto, a través de la espesa maleza, veo ante mí un pequeño claro
y en medio del claro hay dos chozas. Son chozas pequeñas,
construidas enteramente con hojas y ramas de la jungla. El corazón
me da un salto y siento una gran excitación dentro de mí porque
esto, lo sé con seguridad, es el lugar de Banerjee, el yogui.
»El
discípulo ya ha desaparecido. Debe de haberse metido en una de las
chozas. Todo está silencioso. Así que procedo a efectuar una
inspección muy detenida de los árboles, los arbustos y las demás
cosas de los alrededores. Hay un pequeño charco junto a la choza más
cercana y junto al charco veo una esterilla para rezar y me digo que
ahí es donde Banerjee medita y reza. Cerca de este charco, a menos
de treinta metros, hay un árbol grande, un baobab de ramas gruesas y
frondosas que se extienden de tal modo que se puede colocar una cama
sobre ellas y tenderse en la cama, y ello sin que te puedan ver desde
abajo. Ese será mi árbol, me digo a mí mismo. Me esconderé en ese
árbol y esperaré hasta que Banerjee salga a rezar. Entonces podré
verlo todo.
»Pero
el discípulo me ha dicho que la hora de rezar no es hasta las cinco
o las seis de la tarde, así que tengo que esperar varias horas. Por
consiguiente, vuelvo a cruzar la jungla hasta la carretera y hablo
con el cochero de la tonga.
Le
digo que él también tiene que esperar. Para ello tengo que pagarle
dinero extra, pero no me importa porque ahora estoy tan excitado que
en este momento no me importa nada, ni siquiera el dinero.
»Y
durante todo el caluroso mediodía de la jungla espero junto a la
tonga y sigo esperando bajo el intenso y húmedo calor de la tarde y
luego, al acercarse las cinco, me abro paso silenciosamente por la
jungla para regresar a la choza, con el corazón latiéndome tan
aprisa que siento cómo sacude todo mi cuerpo. Me encaramo a mi árbol
y me escondo entre las hojas, de tal manera que pueda ver sin ser
visto. Y espero. Espero durante cuarenta y cinco minutos.
»¿Un
reloj? Sí, llevo un reloj de pulsera. Lo recuerdo claramente. Era un
reloj que había ganado en una rifa y me sentía orgulloso de ser su
propietario. En la esfera de mi reloj constaba el nombre del
fabricante, la "Islamia Watch Co.", de Ludhiana. Y así,
con mi reloj, cuido de medir todo lo que pasa porque quiero recordar
cada uno de los detalles de esta experiencia.
»Sigo
sentado en el árbol, esperando.
»Entonces,
de pronto un hombre sale de la choza. Es un hombre alto y delgado.
Viste un dhoti
color
naranja y lleva ante sí una bandeja con recipientes de latón e
incensarios. Se sienta con las piernas cruzadas en la esterilla que
hay junto al charco, colocando la bandeja en el suelo ante él, y
todos los movimientos que hace parecen muy serenos y delicados. Se
inclina hacia adelante, coge un poco de agua del charco y la arroja
por encima del hombro. Coge el incensario y lo mueve de un lado a
otro por delante de su pecho, lentamente, con calma. Apoya las palmas
de las manos en las rodillas. Hace una pausa. Aspira hondo por la
nariz. Puedo ver cómo aspira hondo y de repente veo que su cara está
cambiando, hay una especie de brillo sobre todo su rostro, una
especie de... bueno, una especie de brillo sobre su piel, y puedo ver
que su cara está cambiando.
»Durante
catorce minutos permanece totalmente inmóvil en la misma posición y
entonces, cuando le miro, veo que, sin lugar a dudas, su cuerpo se
levanta poco a poco... poco a poco... poco a poco del suelo. Sigue
sentado con las piernas cruzadas, las palmas de las manos apoyadas en
las rodillas, y todo su cuerpo se levanta lentamente del suelo,
alzándose en el aire. Se encuentra sentado a treinta centímetros
del suelo... treinta y siete... cuarenta y cinco... cincuenta... y no
tarda en estar a por lo menos sesenta centímetros de la esterilla.
»Yo
permanezco totalmente inmóvil en lo alto del árbol, observando, y
no paro de decirme a mí mismo: ahora mira cuidadosamente. Ante ti, a
unos treinta metros, hay un hombre sentado con gran serenidad en el
aire. ¿Le estás viendo? Sí, le estoy viendo. Pero ¿estás seguro
de que no se trata de una ilusión? ¿Estás seguro de que no hay
engaño? ¿Estás seguro de que no son imaginaciones tuyas? ¿Estás
seguro? Sí, estoy seguro, digo. Estoy seguro. Le miro fijamente,
maravillándome. Durante largo rato sigo mirándole fijamente y
entonces veo que lentamente el cuerpo vuelve a bajar poco a poco
hacia tierra. Lo veo bajar suavemente, despacio, descendiendo sobre
la tierra hasta que sus nalgas de nuevo reposan en la esterilla.
»¡Cuarenta
y seis minutos, según mi reloj, ha permanecido suspendido el cuerpo!
Los he cronometrado.
»Y
luego, durante largo rato, durante más de dos horas, el hombre
permanece sentado absolutamente inmóvil, como una persona de piedra,
sin hacer el más leve movimiento. A mí no me parece que esté
respirando. Sus ojos están cerrados y sigue habiendo aquel brillo en
su rostro y también su expresión ligeramente sonriente, una cosa
que no he vuelto a ver en ninguna otra cara desde entonces.
»Por
fin se mueve. Mueve las manos. Se levanta. Vuelve a inclinarse.
Recoge la bandeja y regresa lentamente al interior de la choza. Estoy
asombrado. Me siento exaltado. Me olvido de toda cautela y bajo
rápidamente del árbol, corro directamente hasta la choza y cruzo la
puerta. Banerjee está inclinado, lavándose los pies y las manos. Se
encuentra de espaldas a mí, pero me oye, se vuelve rápidamente y
yergue el cuerpo. Muestra una gran sorpresa en su cara y la primera
cosa que dice es: "¿Cuánto tiempo has estado aquí?" Lo
dice secamente, como si no estuviera contento.
»En el
acto le cuento toda la verdad, toda la historia sobre que he estado
arriba en el árbol, observándole, y al final le digo que no hay
nada que quiera en la vida salvo convertirme en su discípulo. Le
pido si por favor me dejará ser su discípulo.
»De
pronto parece estallar. Se pone furioso y empieza a gritarme:
"¡Fuera! ¡Fuera de aquí! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera! —y,
empujado por la furia, coge un ladrillo pequeño y me lo arroja y me
da en la pierna derecha justo debajo de la rodilla y me abre la
carne. Todavía tengo la cicatriz. Voy a enseñársela. Aquí, ¿ve?,
justo debajo de la rodilla.
»La ira
de Banerjee es terrible y estoy muy asustado. Doy la vuelta y salgo
corriendo. Regreso a todo correr por la jungla hasta donde me espera
el cochero de la tonga
y
volvemos a Rishikesh. Pero aquella noche recobro el valor. Tomo una
decisión y es ésta: que volveré cada día a la choza de Banerjee e
insistiré una y otra vez hasta que al final tenga que aceptarme como
discípulo, para conseguir un poco de paz.
»Esto
hago. Cada día voy a verle y cada día su ira cae sobre mí como un
volcán. El chilla y grita, y yo me quedo allí de pie, asustado pero
también obstinado, repitiéndole siempre mi deseo de ser discípulo
suyo. Durante cinco días es así. Entonces, durante mi sexta visita,
de repente parece que Banerjee se calma, se muestra cortés. Me
explica que él no puede tomarme como discípulo. Pero me dará una
nota, dice, para otro hombre, un amigo, un gran yogui, que vive en
Hardwar. Debo ir allí y recibiré ayuda e instrucción.
Imhrat
Khan hizo una pausa y me preguntó si por casualidad tenía un vaso
de agua. Fui a buscárselo. Bebió un trago largo, luego prosiguió
su historia:
—Esto
sucede en 1922 y yo tengo casi diecisiete años. De manera que me voy
a Hardwar. Y allí encuentro al yogui y, como tengo una carta del
gran Banerjee, consiente en instruirme.
»Ahora
bien, ¿en qué consiste esta instrucción?
»Se
trata, por supuesto, de la parte crítica de todo el asunto. Es lo
que he estado anhelando y buscando, de modo que puede usted tener la
seguridad de que soy un alumno aplicado.
»La
primera instrucción, la parte más elemental, consiste en tener que
practicar los ejercicios físicos más difíciles, todos ellos
relacionados con el control de los músculos y la respiración. Pero
después de varias semanas de esto, incluso un alumno aplicado se
impacienta. Le digo al yogui que son mis poderes mentales los que
deseo desarrollar, no los físicos.
»El me
contesta: "Si desarrollas el control de tu cuerpo, entonces el
control de tu mente será una cosa automática." Pero yo quiero
ambos a la vez y sigo pidiéndoselo, y al final él dice: "Muy
bien, te daré unos cuantos ejercicios para ayudarte a concentrar la
mente consciente".
»"¿La
mente consciente?", pregunto. "¿Por qué dices la mente
consciente?''
»"Porque
cada hombre tiene dos mentes, la consciente y la subconsciente. La
mente subconsciente está muy concentrada, pero la mente consciente,
la que todo el mundo utiliza, es una cosa desparramada, no
concentrada. Se ocupa de millares de cosas distintas, las cosas que
ves a tu alrededor y las cosas en las que piensas. De modo que debes
aprender a concentrarla de tal manera que puedas imaginarte una cosa
cuando lo desees, una cosa sólo y absolutamente ninguna otra. Si
trabajas mucho para conseguirlo, serás capaz de concentrar tu mente,
tu mente consciente, en cualquier objeto que elijas durante tres
minutos y medio por lo menos. Pero eso te llevará alrededor de
quince años."
»"¡Quince
años!'', exclamo.
»"Puede
que más", dice él. "Quince años es el tiempo normal.
»"¡Pero
para entonces ya seré viejo!"
»"No
desesperes", dice el yogui. "El tiempo varía en cada caso.
Algunos tardan diez años, unos pocos pueden tardar menos y en
ocasiones extremadamente raras se presenta una persona especial capaz
de desarrollar el poder en uno o dos años solamente. Pero eso es un
caso de cada millón."
»"¿
Quiénes son estas personas especiales?", pregunto. "¿Se
las ve distintas del resto de la gente?"
»"Parecen
iguales", dice él. "Una persona especial podría ser un
humilde barrendero o un obrero industrial. O podría ser un rajá. No
hay forma de saberlo antes de que empiece el adiestramiento."
»"¿De
veras es tan difícil", pregunto, "concentrar la mente en
un solo objeto durante tres minutos y medio?"
»"Es
:así imposible", contesta. "Pruébalo y lo verás. Cierra
los ojos y piensa en algo. Piensa en un único objeto. Imagínatelo.
Velo ante ti. Y en el espacio de unos segundos tu mente empezará a
divagar. Otros pensamientos pequeños penetrarán en ella» Otras
visiones acudirán a ti. Es una cosa muy difícil."
»Así
habló el yogui de Hardwar.
»Y así
empiezan mis ejercicios reales. Cada noche me siento, cierro los ojos
y me imagino el rostro de la persona a la que más quiero, que es mi
hermano. Me concentro en imaginar su cara. Pero en el instante en que
mi mente comienza a divagar, interrumpo el ejercicio y descanso unos
minutos. Luego vuelvo a intentarlo.
»Después
de tres años de práctica diaria, soy capaz de concentrarme
absolutamente en la cara de mi hermano durante un minuto y medio. Voy
progresando. Pero sucede una cosa interesante. Al hacer estos
ejercicios, pierdo por completo el sentido del olfato. Y hasta hoy
jamás ha vuelto a mí.
»Entonces
la necesidad de ganarme la vida para comprar alimentos me obliga a
abandonar Hardwar. Me voy a Calcuta, donde hay mejores oportunidades
y allí no tardo en empezar a ganar bastante dinero dando funciones
de prestidigitación. Pero siempre continúo con los ejercicios. Cada
noche, esté donde esté, me instalo en un rincón tranquilo y
practico la concentración de la mente en el rostro de mi hermano. De
vez en cuando elijo algo menos personal como, por ejemplo, una
naranja o unas gafas y eso lo hace aún más difícil.
»Un día
viajo de Calcuta a Dacca, en la Bengala Oriental, para dar una
función de prestidigitación en un colegio que hay allí, y mientras
me encuentro en Dacca casualmente asisto a una demostración de andar
sobre el fuego. Hay mucha gente presenciándola. Hay una gran zanja
cavada a los pies de un declive cubierto de césped. Cientos y
cientos de espectadores se encuentran sentados en la hierba mirando
la zanja.
»La
zanja tiene unos siete metros de largo. La han llenado de troncos,
leña y carbón vegetal y sobre todo ello han vertido un montón de
parafina. Han prendido fuego a la parafina y en poco rato la zanja
entera se ha transformado en un horno al rojo vivo. El calor es tan
intenso que los hombres que la alimentan con leña tienen que llevar
gafas ahumadas. Sopla un viento fuerte que aviva el carbón vegetal
hasta ponerlo casi candente.
»Entonces
se adelanta el indio que camina sobre el fuego. Va desnudo a
excepción de un pequeño taparrabo y lleva los pies descalzos. La
multitud enmudece. El indio entra en la zanja y la recorre en toda su
longitud, pisando el carbón candente. No se detiene. Tampoco se da
prisa. Sencillamente > amina sobre los carbones candentes y sale
por el otro extremo. Y sus pies ni siquiera están chamuscados.
Muestra las plantas de sus pies a la multitud. La multitud las
contempla con asombro.
»Entonces
el indio recorre la zanja de nuevo. Esta vez lo hace aún más
despacio, y mientras pasa por encima del fuego veo que en su cara hay
una expresión de, concentración pura y absoluta. Este hombre, me
digo, ha practicado el yoga. Es un yogui.
»Después
de la función, el indio que camina sobre el fuego se dirige a la
muchedumbre y pregunta si hay alguien con valor suficiente para bajar
y caminar sobre el fuego. Los espectadores callan. De pronto siento
una oleada de excitación en el pecho. Esta es mi oportunidad. Debo
aprovecharla. Debo tener fe y valor. Debo intentarlo. Llevo ya tres
años y pico haciendo mis ejercicios de concentración y ha llegado
el momento de someterme a una prueba severa.
»Mientras
pienso todo esto, un voluntario surge de entre el público. Es un
indio joven. Anuncia que le gustaría probar de andar sobre el fuego.
Esto hace que me decida, de modo que también me adelanto y anuncio
mi propósito. La gente nos vitorea a los dos.
»Ahora
el indio que antes caminara sobre el fuego se convierte en el
supervisor. Le dice al otro voluntario que él será el primero. Le
ordena que se quite el dhoti,
ya
que de lo contrario, dice, el borde se incendiará a causa del calor.
Y las sandalias también tiene que quitárselas.
»El
joven indio hace lo que le dicen. Pero ahora que se encuentra cerca
de la zanja y empieza a sentir el terrible calor que surge de ella,
pone cara de asustado. Retrocede unos cuantos pasos, tapándose los
ojos con las manos para protegérselos del calor.
»"No
tienes que hacerlo si no quieres", le dice el indio que hace de
supervisor.
»La
multitud espera y contempla, presintiendo el drama.
»El
joven, aunque está muerto de miedo, desea demostrar su valentía y
dice: "Claro que lo haré."
»Y así
diciendo, echa a correr hacia la zanja. Mete un pie en ella, luego el
otro. Profiere un terrible alarido, salta de la zanja y cae al suelo.
El pobre se retuerce y chilla de dolor. Las plantas de sus pies han
sufrido graves quemaduras y parte de la piel se ha desprendido. Dos
amigos suyos corren hacia él y se lo llevan.
»"
Ahora es tu turno", dice el supervisor. "¿Estás
dispuesto?"
»"Estoy
dispuesto", digo. "Pero os ruego que guardéis silencio
mientras me preparo."
»Un
gran silencio se ha apoderado de la multitud. Han visto cómo un
hombre sufría graves quemaduras. ¿Estará el segundo lo bastante
loco como para hacer lo mismo?
»"¡No
lo hagas! ¡Estás loco!", grita un espectador. Otros unen sus
voces a la del primero y me gritan que desista. Me vuelvo de cara a
ellos y levanto las manos pidiendo silencio. Dejan de gritar y me
miran fijamente. Todos los ojos que hay en aquel lugar están vueltos
hacia mí.
»Siento
una serenidad extraordinaria.
»Me
quito el dhoti
por
la cabeza. Me despojo de las sandalias. Quedo sin más ropa que los
calzoncillos. Permanezco muy quieto y cierro los ojos. Empiezo a
concentrar mi mente. Me concentro en el fuego. No veo nada más que
carbones candentes y me concentro en pensar que no queman sino que
están fríos. Los carbones están fríos, me digo a mí mismo. No
pueden quemarme. Es imposible que me quemen porque no hay calor en
ellos. Dejo pasar medio minuto. Sé que no debo esperar demasiado
tiempo, porque sólo puedo concentrarme absolutamente en una cosa
durante un minuto y medio.
»Sigo
concentrándome. Me concentro tanto que caigo en una especie de
trance. Pongo los pies sobre los carbones. Camino bastante aprisa a
lo largo de toda la zanja. ¡Y no me quemo!
»La
gente se vuelve loca. Chilla y vitorea. El supervisor se me acerca
rápidamente y examina las plantas de mis pies. No puede creer lo que
ve. No hay ni una sola señal de quemadura en ellas.
»"¡Ay!",
exclama. "¿Qué es esto? ¿Eres un yogui?"
»"Voy
en camino de serlo, señor", contesto orgullosamente. "Voy
en camino de serlo."
»Después
de eso, me visto y me marcho rápidamente de aquí, evitando el
gentío.
»Desde
luego, estoy excitado. "Ya viene a mí", digo. "Por
fin el poder viene hacia mí." Y durante todo el rato recuerdo
otra cosa. Recuerdo una cosa que me dijo el viejo yogui de Hardwar.
Me dijo: "Se sabe que ciertas personas santas desarrollaron su
concentración hasta tal punto que podían ver sin utilizar los
ojos." Sigo recordando estas palabras y sigo anhelando el poder
de hacer yo lo mismo. Y después del éxito obtenido caminando sobre
el fuego, decidí que lo concentraría todo en este único objetivo:
ver sin los ojos.
Imhrat
Kham interrumpió la narración; era sólo la segunda vez que lo
hacía hasta entonces. Bebió otro sorbo de agua, luego se reclinó
en la silla y cerró los ojos.
—Trato
de ponerlo todo en orden correcto —dijo—. No quiero olvidarme de
nada.
—Lo
está haciendo muy bien —le dije—. Prosiga.
—Muy
bien. Así que todavía estoy en Calcuta y acabo de obtener un éxito
caminando sobre el fuego. Y ahora he decidido concentrar toda mi
energía en esta única cosa, que es ver sin los ojos.
»Ha
llegado el momento, por lo tanto, de hacer un ligero cambio en los
ejercicios. Ahora cada noche enciendo una vela y empiezo contemplando
fijamente la llama. La llama de una vela, como usted sabe, tiene tres
partes separadas: la amarilla arriba, la malva más abajo y la negra
en el centro. Coloco la vela a cuarenta centímetros de mi cara. La
llama está exactamente al nivel de mis ojos. No debe estar ni más
arriba ni más abajo. Tiene que estar exactamente al mismo nivel
porque entonces no debo hacer ni el más ligero ajuste de los
músculos oculares para mirar hacia arriba o hacia abajo. Me instalo
cómodamente y empiezo a mirar con fijeza la parte negra de la llama,
justo en el centro. Todo esto es sólo para concentrar mi mente
consciente, para vaciarla de todo cuanto me rodea. De manera que miro
fijamente la parte negra de la llama hasta que todo lo que me rodea
ha desaparecido y no puedo ver nada más. Entonces cierro lentamente
los ojos y empiezo a concentrarme como de costumbre en un solo objeto
de mi elección, el cual, como usted sabe, suele ser el rostro de mi
hermano.
»Hago
esto cada noche antes de irme a la cama y en 1929, cuando tengo
veinticuatro años, puedo concentrarme en un objeto durante tres
minutos sin que mi mente divague. Así que es ahora, en este momento,
cuando tengo veinticuatro años, cuando empiezo a notar una leve
capacidad para ver un objeto con los ojos cerrados. Es una capacidad
muy leve, justo una sensación pequeña y rara de que, al cerrar los
ojos y mirar intensamente algo, concentrándome mucho en ello,
entonces puedo ver el contorno del objeto que estoy mirando.
»Poco a
poco empiezo a desarrollar mi sentido interno de la vista.
»Me
pregunta usted qué quiero decir con eso. Se lo explicaré
exactamente igual que el yogui de Hardwar me lo explicó a mí.
»Verá
usted, todos nosotros tenemos dos sentidos de la vista, del mismo
modo que tenemos dos sentidos del olfato, del gusto y del oído. Está
el sentido externo, el sentido sumamente desarrollado que utilizamos
todos, y existe también el sentido interno. Si pudiéramos
desarrollar estos sentidos internos que tenemos, entonces podríamos
olfatear sin la nariz, gustar sin la lengua, oír sin las orejas y
ver sin los ojos. ¿No lo comprende? ¿No se da cuenta de que la
nariz, la lengua, las orejas y los ojos son sólo... cómo
decírselo... son instrumentos que ayudan a transmitir la sensación
propiamente dicha al cerebro?
»Y así,
constantemente, lucho por desarrollar mis sentidos internos de la
vista. Ahora cada noche hago mis ejercicios acostumbrados con la
llama de la vela y el rostro de mi hermano. Después descanso un
ratito. Bebo una taza de café. Luego me vendo los ojos y me siento
en la silla intentando imaginar, intentando ver, no sólo imaginar,
sino ver realmente sin los ojos cada uno de los objetos que hay en la
habitación.
»Y poco
a poco el éxito viene a mí.
»Pronto
trabajo con una baraja. Cojo un naipe de la parte superior de la
baraja y lo sostengo ante mí, con el dorso hacia mí, tratando de
ver a través de él. Luego, con un lápiz en la mano, escribo lo que
creo que es. Cojo otro naipe y vuelvo a hacer lo mismo. Repito la
operación con todo el resto de la baraja y cuando termino cotejo lo
que he escrito con los naipes depositados sobre la mesa. Casi en
seguida acierto en un sesenta o setenta por ciento de los casos.
»Hago
otras cosas. Compro mapas y complicadas cartas de navegación y los
clavos en todas las paredes del cuarto. Me paso horas mirándolos con
los ojos vendados, intentando verlos, tratando de leer la letra
pequeña que indica los lugares y los ríos. Durante los cuatro años
siguientes cada noche llevo a cabo esta clase de prácticas.
»Al
llegar el año 1933, es decir, el año pasado, cuando tengo
veintiocho años, puedo leer un libro. Puedo vendarme los ojos por
completo y leer un libro de cabo a rabo.
»Así
que por fin lo he conseguido, este poder. Ya estoy seguro de que es
mío y en seguida, como la impaciencia me impide esperar, incluyo el
número de los ojos vendados en mi función de prestidigitación.
»Al
público le encanta. Aplauden a rabiar. Pero ni un solo espectador
cree que sea auténtico. Todo el mundo cree que se trata de otro
truco inteligente. Y el hecho de que yo sea prestidigitador no hace
sino convencerles aún más de que hago trampa. Los prestidigitadores
son hombres que te engañan. Te engañan con destreza. Y, por
consiguiente, nadie me cree. Incluso los médicos que me vendan los
ojos expertamente se niegan a creer que alguien pueda ver sin
utilizar los ojos. Olvidan que puede haber otras maneras de enviar la
imagen al cerebro.
—¿Cuáles
son esas otras maneras? —le pregunté.
—Con
toda sinceridad, no sé cómo es exactamente que puedo ver sin los
ojos. Pero lo que sí sé, es esto: cuando los tengo vendados, no
utilizo los ojos para nada. De ver se encarga otra parte de mi
cuerpo.
—¿Qué
parte? —le pregunté.
—Cualquiera,
siempre y cuando la piel esté desnuda. Por ejemplo, si coloca usted
una plancha de metal delante de mí y luego pone un libro detrás del
metal, no puedo leer el libro. Pero si me permite pasar la mano por
detrás de la plancha de metal, de manera que la mano vea el libro,
entonces sí puedo leerlo.
—¿Le
importaría que hiciera una prueba? —pregunté.
—En
absoluto.
—No
tengo en casa ninguna plancha de metal —dije—. Pero la puerta
servirá para el caso.
Me
levanté y, acercándome a la librería, cogí el primer libro que
encontré a mano. Era Alicia
en el país de las maravillas. Abrí
la puerta y le pedí a mi invitado que se colocase detrás de ella.
Abrí el libro al azar y lo coloqué en una silla al otro lado de la
puerta. Luego me coloqué en un punto desde el que pudiera ver tanto
al hombre como al libro.
—¿Puede
leer ese libro? —le pregunté.
—No
—contestó—. Por supuesto que no.
—De
acuerdo. Ahora puede pasar la mano por detrás de la puerta, pero
sólo la mano.
Deslizó
la mano por el borde de la puerta hasta que quedó a la vista del
libro. Entonces vi que los dedos de la mano se separaban unos de
otros, abriéndose mucho, empezando a temblar ligeramente, palpando
el aire como las antenas de un insecto. Y la mano se volvió de modo
que el dorso quedase de cara al libro.
—Trate
de leer la página de la izquierda desde arriba —dije.
Hubo un
silencio durante quizás diez segundos, luego el indio,
tranquilamente, sin pausa, empezó a leer: «¿Has
resuelto ya el acertijo?», dijo el Sombrerero, volviéndose de nuevo
hacia Alicia. «No, me rindo», replicó Alicia: «¿Cuál es la
respuesta?». «No
tengo
la menor idea», dijo el Sombrerero. «Yo
tampoco»,
dijo la Liebre. Alicia suspiró fatigadamente. «Creo que podríais
hacer algo mejor con el tiempo», dijo, «que malgastarlo preguntando
acertijos sin respuesta...»
—¡Es
perfecto! —exclamé—. ¡Ahora le creo! ¡Es usted un milagro! —me
sentía enormemente excitado.
—Gracias,
doctor —dijo gravemente—. Lo que dice me produce un gran placer.
—Una
pregunta —dije—. Es sobre los naipes. Cuando los levantaba con el
dorso hacia usted, ¿ponía la mano enfrente del otro lado para
ayudarse a leer?
—Es
usted muy perceptivo —dijo—. No. No la ponía. En el caso de los
naipes realmente podía ver a través de ellos de alguna manera.
—¿Cómo
puede explicarme eso? —pregunté.
—No me
lo explico —dijo—. Excepto que quizás un naipe es una cosa tan
ligera, tan tenue, en vez de ser sólida como el metal o gruesa como
una puerta. Esa es la única explicación que puedo dar. Hay muchas
cosas en este mundo, doctor, que no podemos explicar.
—Sí
—dije—. Desde luego que las hay.
—¿Tendría
la bondad de llevarme a casa ahora? —dijo—. Estoy muy cansado.
Le llevé
a casa en mi coche.
Aquella
noche no me acosté. Estaba demasiado nervioso para dormir. Acababa
de presenciar un milagro. ¡Aquel hombre haría que doctores de todo
el mundo diesen volteretas en el aire! ¡Podía cambiar todo el curso
de la medicina! Desde el punto de vista de un médico, ¡debía de
ser el más valioso de los hombres vivos! Los médicos debíamos
apoderarnos de él y guardarlo en lugar seguro. Debíamos cuidarle.
No debíamos permitir que se nos escapase. Debíamos averiguar
exactamente cómo es posible transmitir una imagen al cerebro sin
utilizar los ojos. Y si lo averiguamos, entonces los ciegos quizás
podrían ver y los sordos quizás podrían oír. Por encima de todo,
aquel hombre increíble no debía permanecer ignorado y vagando de un
lado a otro de la India, viviendo en hoteles baratos y actuando en
teatros de segunda categoría.
Tan
nervioso me puse pensando en todo ello que, al cabo de un rato, cogí
una libreta y una pluma y me puse a escribir con gran cuidado todo lo
que Imhrat Khan me había contado aquella noche. Utilicé las notas
que había tomado sobre la marcha. Me pasé cinco horas escribiendo
sin parar. Y a las ocho de la mañana siguiente, cuando llegó la
hora de ir al hospital, ya había terminado la parte más importante:
las páginas que acaba usted de leer.
Aquella
mañana no vi al doctor Marshall en el hospital hasta que nos
encontramos en el salón de descanso durante la pausa para el té.
Le conté
todo lo que pude en los diez minutos de que disponíamos.
—Esta
noche volveré al teatro —dije—. Tengo que hablar con él de
nuevo. Debo persuadirle de que se quede aquí. No debemos perderle.
—Iré
con usted —dijo el doctor Marshall.
—De
acuerdo —dije—. Primero veremos el espectáculo y luego le
llevaremos a cenar.
A las
siete menos cuarto de aquella noche llevé al doctor Marshall en mi
coche a Acacia Street. Aparqué el coche y los dos anduvimos hasta el
Royal Palace Hall.
—Aquí
pasa algo —dije—. ¿Dónde están todos?
No había
ninguna multitud delante del teatro, cuyas puertas estaban cerradas.
El cartel que anunciaba el espectáculo seguía en su sitio, pero vi
que encima de él alguien había escrito con grandes letras de
imprenta, utilizando pintura negra, las palabras «SUSPENDIDA LA
FUNCIÓN DE ESTA NOCHE». De pie junto a las puertas cerradas había
un viejo portero.
—¿Qué
ha pasado? —le pregunté.
—Alguien
ha muerto —dijo.
—¿Quién?
—le pregunté, sabiendo ya de quién se trataba.
—El
hombre que ve sin los ojos —respondió el portero.
—¿Cómo
ha muerto? —exclamé—. ¿Cuándo? ¿Dónde?
—Dicen
que murió en su cama —repuso el portero—. Se durmió y nunca más
despertó. Estas cosas pasan.
Regresamos
al coche caminando despacio. Me sentía abrumado por el dolor y la
ira. Nunca debí permitir que aquel hombre precioso volviera a su
casa la noche anterior. Debería haberle retenido en la mía. Debería
haberle cedido mi cama y cuidarle. No debería haberlo perdido de
vista. Imhrat Khan era un hombre que hacía milagros. Se había
comunicado con fuerzas misteriosas y peligrosas que están fuera del
alcance de la gente corriente. También había infringido todas las
reglas. Había hecho milagros en público. Había aceptado dinero a
cambio de ello. Y, lo peor de todo, había revelado algunos de los
secretos a un profano: yo. Ahora estaba muerto.
—De
modo que se acabó —dijo el doctor Marshall.
—Sí
—dije—. Todo ha terminado. Nadie sabrá jamás cómo lo hacía.
Este es
un informe fidedigno y exacto de todo lo que ocurrió en relación
con mis dos encuentros con Imhrat Khan.
firmado
John F. Cartwright, doctor en medicina Bombay, 4 de diciembre de 1934
—Bien,
bien, bien —dijo Henry Sugar—. Eso sí que es interesante.
Cerró
la libreta y permaneció sentado, mirando fijamente la lluvia que
azotaba las ventanas de la biblioteca.
—Esta
—prosiguió Henry Sugar, hablando en voz alta consigo mismo— es
una información tremenda. Podría cambiar mi vida.
La
información a la que se refería Henry Sugar era que Imhrat Khan se
había entrenado para leer el valor de un naipe a través del dorso
del mismo. Y Henry el jugador, el jugador más bien poco honrado, se
había percatado en el acto de que si él era capaz de entrenarse
para hacer lo mismo, podía ganar una fortuna.
Durante
unos instantes Henry dejó que su mente se detuviera en las cosas
maravillosas que podría hacer si fuera capaz de leer los naipes
desde atrás. Ganaría todas las partidas de canasta, bridge y
póquer. Y aún mejor: podría entrar en cualquier casino del mundo y
ganar en el blackjack
y
todos los demás juegos de gran potencia que en ellos se jugaban.
En los
casinos de juego, como Henry sabía muy bien, casi todo dependía en
última instancia del valor de un solo naipe, y si uno sabía de
antemano cuál era dicho valor, ¡entonces jugaba sobre seguro!
Pero,
¿sería capaz de hacerlo? ¿Conseguiría entrenarse realmente para
hacer aquella cosa?
No vio
ninguna razón por la cual no pudiera. Lo de la llama de la vela no
le parecía especialmente difícil. Y, según lo que acababa de leer,
en realidad en eso consistía todo: mirar fijamente el centro de la
llama y tratar de concentrarse en el rostro de la persona a la que
más se quisiera.
Probablemente
tardaría varios años en conseguirlo, mas ¿quién no estaría
dispuesto a pasar varios años preparándose con el fin de ganar a
los casinos cada vez que entrase en ellos?
—¡Caramba!
—exclamó en voz alta—. ¡Lo conseguiré! ¡Vaya si lo
conseguiré!
Permaneció
muy quieto en la butaca de la biblioteca, trazándose un plan de
campaña Ante todo, no le diría a nadie lo que estaba tramando.
Robaría la libreta de la biblioteca para que ninguno de sus amigos
diera con ella por casualidad y aprendiese el secreto. Llevaría la
libreta consigo adondequiera que fuese. Sería su biblia. No podía
salir en busca de un yogui auténtico que le instruyese, de modo que
el libro sería su yogui. Sería su maestro.
Henry se
puso en pie y escondió la libreta delgada de tapas azules debajo de
su chaqueta. Salió de la biblioteca y se encaminó directamente a la
habitación del piso de arriba que le habían asignado para el fin de
semana. Sacó su maleta y escondió la libreta debajo de la ropa.
Luego volvió a bajar y se dirigió al cuarto del mayordomo.
—John
—dijo, dirigiéndose al mayordomo—, ¿puede proporcionarme una
vela? Bastará con una vela blanca del tipo corriente.
Los
mayordomos están educados para no preguntar nunca el porqué.
Sencillamente obedecen órdenes.
—¿El
señor desea también una palmatoria?
—Sí.
Una vela y una palmatoria.
—Muy
bien, señor. ¿Desea que se las suba a su habitación?
—No.
Esperaré aquí hasta que las encuentre.
El
mayordomo no tardó en encontrar una vela y una palmatoria.
—¿Y
ahora podría proporcionarme una regla?
El
mayordomo le proporcionó una regla. Henry le dio las gracias y
volvió a su habitación.
Una vez
dentro, cerró la puerta con llave y echó todas las cortinas para
que el cuarto quedase sumido en la penumbra. Colocó la palmatoria
con la vela sobre la mesa del tocador y acercó una silla. Al
sentarse, notó con satisfacción que sus ojos estaban exactamente al
mismo nivel que el pabilo de la vela. Entonces, utilizando la regla,
se colocó de modo que su cara quedase a cuarenta centímetros de la
vela, que era lo que decía el libro.
El indio
había visto la cara de la persona a la que más quería, que en su
caso era un hermano. Henry no tenía ningún hermano. Así, pues,
decidió imaginarse su propio rostro. La elección fue buena, ya que
cuando se es tan egoísta y egocéntrico como lo era Henry, no hay
duda de que la cara que uno quiere más es la suya propia. Además,
era la cara que conocía mejor. Se pasaba tanto tiempo
contemplándosela en el espejo, que conocía hasta la última de las
arrugas que había en ella.
Encendió
la vela con su encendedor. Apareció una llama amarilla que ardió
sin interrupción.
Henry se
sentó y se puso a contemplar fijamente la llama. La libreta tenía
razón. La llama, cuando la mirabas atentamente, tenía en efecto
tres partes separadas. Había la parte amarilla exterior. Luego había
una parte color malva. Y en el mismo centro estaba la zona diminuta y
mágica de negrura absoluta. Henry miró fijamente la pequeñísima
parte negra. Clavó los ojos en ella y siguió mirándola con
atención. Y entonces ocurrió una cosa extraordinaria. Su mente
quedó totalmente en blanco y su cerebro dejó de vagar
nerviosamente. Y de pronto tuvo la sensación de que él mismo, la
totalidad de su cuerpo, se encontraba encerrado dentro de la llama,
cómodamente sentado en el interior de la pequeña zona negra de la
nada.
Sin
ninguna dificultad, Henry hizo que la imagen de su propio rostro
apareciese ante él. Se concentró en el rostro y nada más que en el
rostro. Cerró el paso a todos los demás pensamientos. Lo consiguió
plenamente, pero sólo durante unos quince segundos. Después su
mente comenzó a divagar y se encontró pensando en los casinos de
juego y en cuánto dinero ganaría. Al llegar a este punto, apartó
los ojos de la vela y se concedió un descanso.
Aquel
había sido su primer esfuerzo. Se sentía entusiasmado. Lo había
logrado. Tenía que reconocer que no le había durado mucho. Pero
tampoco le había durado mucho al indio en su primer intento.
Al cabo
de unos minutos probó de nuevo. Le
salió bien. No
disponía de ningún cronómetro para medir la duración, pero le
pareció que esta vez aguantaba mucho más que la primera.
—¡Es
tremendo! —exclamó—. ¡Lo lograré! ¡Tendré éxito!
En toda
su vida nada le había excitado tanto.
A partir
de aquel día, sin importar dónde estuviera o lo que hiciese, Henry
practicó con la vela todas las mañanas y todas las noches. A menudo
practicaba también durante el mediodía. Por primera vez en su vida
se aplicaba a algo con verdadero entusiasmo. Y sus progresos eran
notables. Transcurridos seis meses, podía concentrarse absolutamente
en su propio rostro durante no menos de tres minutos sin que un solo
pensamiento ajeno penetrara en su mente.
¡El
yogui de Hardwar le había dicho al indio que un hombre tendría que
practicar durante quince años para conseguir aquellos resultados!
¡Un
momento! El yogui también había dicho otra cosa. Había dicho (y,
al llegar aquí, Henry consultó ansiosamente la libreta por
centésima vez), había dicho que en ocasiones extremadamente raras
aparecía una persona especial capaz de desarrollar el poder en uno o
dos años solamente.
—¡Ese
soy yo! —exclamó Henry—. ¡Tengo que ser yo! ¡Soy una de esas
personas entre el millón que está dotada con la capacidad para
adquirir poderes yóguicos a una velocidad increíble! ¡Yupi!
¡Hurra! ¡No tardaré mucho en hacer saltar la banca de todos los
casinos de Europa y América!
Mas en
aquel punto Henry demostró una paciencia y un buen sentido poco
frecuentes. No salió corriendo en busca de una baraja para ver si
podía leer los naipes a través del dorso. De hecho, se mantuvo bien
alejado de toda suerte de partidas de naipes. Había renunciado a la
canasta, el bridge y el póquer al empezar a trabajar con la vela. Lo
que es más, también había renunciado a las fiestas y fines de
semana de sus amigos ricos. Ahora concentraba toda su energía en
alcanzar aquel único objetivo: adquirir poderes yóguicos. Todo lo
demás tendría que esperar hasta que los hubiese conseguido.
Transcurría
el décimo mes cuando Henry, como antes le ocurriera a Imhrat Khan,
se percató de que poseía una ligera capacidad para ver un objeto
con los ojos cerrados. Cuando cerraba los ojos y miraba fijamente
algo, con gran concentración, podía ver realmente el contorno del
objeto que estuviera mirando.
—¡Ya
lo tengo! —exclamó—. ¡Lo he conseguido! ¡Es fantástico!
A partir
de aquel momento se esforzó más que nunca en hacer sus ejercicios
con la vela, y al finalizar el primer año ¡ya era capaz de
concentrarse en la imagen de su propia cara durante cinco minutos y
medio como mínimo!
Entonces
decidió que había llegado el momento de llevar a cabo una prueba
con naipes. Se encontraba en la salita de estar de su piso de Londres
cuando tomó dicha decisión; faltaba poco para la medianoche. Sacó
una baraja, un lápiz y papel. Temblaba a causa de la excitación.
Colocó la baraja al revés ante sí y se concentró en el naipe de
arriba.
Al
principio lo único que podía ver era el dibujo del dorso del naipe.
Era un dibujo muy corriente formado por líneas rojas y delgadas, uno
de los dibujos más corrientes en los naipes de todo el mundo.
Entonces trasladó su concentración del dibujo a la otra cara del
naipe. Se concentró con gran intensidad en la parte invisible del
naipe y no permitió que ningún otro pensamiento penetrase en su
mente. Transcurrieron treinta segundos.
Luego un
minuto...
Dos
minutos...
Tres
minutos...
Henry no
se movió. Su concentración era intensa y absoluta. Se estaba
imaginando la otra cara del naipe. A ninguna otra clase de
pensamiento se le permitió entrar en su cabeza.
Durante
el cuarto minuto algo empezó a ocurrir. Lentamente, mágicamente,
pero con mucha claridad, los símbolos negros se convirtieron en
espadas y al lado de las espadas apareció el número cinco.
¡El
cinco de espadas!
Henry
interrumpió su concentración. Y entonces, con dedos temblorosos,
cogió el naipe y le dio la vuelta.
¡Era
el
cinco de espadas!
—¡Lo
he conseguido! —exclamó en voz alta, levantándose de un salto—.
¡He visto a través del dorso! ¡Voy por buen camino!
Tras
descansar un rato, volvió a probar y esta vez utilizó un cronómetro
para ver cuánto tardaba. Al cabo de tres minutos y cincuenta y ocho
segundos, leyó que el naipe era el rey de diamantes. ¡Acertó!
La
siguiente vez volvió a acertar y tardó tres minutos y cincuenta y
cuatro segundos. Eso representaba cuatro segundos menos.
Henry
sudaba a causa de la excitación y el agotamiento.
—Ya
hay bastante por hoy —se dijo a sí mismo.
Se
levantó y se sirvió un whisky muy cargado; luego se sentó a
descansar y saborear su éxito.
Se dijo
que su tarea consistiría ahora en practicar y practicar con los
naipes hasta que pudiera ver a través de ellos de manera
instantánea. Estaba convencido de que era posible. Ya en el segundo
intento había reducido el tiempo en cuatro segundos. Dejaría de
trabajar con la vela y se concentraría exclusivamente en los naipes.
Trabajaría con ellos noche y día.
Y eso
fue lo que hizo. Mas ahora que ya empezaba a oler que el éxito
verdadero estaba cerca, se volvió más fanático que nunca. No salía
jamás de su piso como no fuera para comprar comestibles y bebida.
Durante todo el día, y a veces hasta bien entrada la noche,
permanecía agachado ante los naipes, con el cronómetro al lado,
tratando de reducir el tiempo que necesitaba para leerlos a través
del dorso.
En el
plazo de un mes consiguió reducirlo a un minuto y medio.
Y al
cabo de seis meses de fiera concentración, consiguió hacerlo en
veinte segundos. Pero incluso eso era demasiado tiempo. Cuando estás
jugando en un casino y el que reparte los naipes espera que digas sí
o no a la siguiente carta, no te permiten contemplarla fijamente
durante veinte segundos antes de decidirte. Tres o cuatro segundos
serían permisibles. Pero más, no.
Henry
siguió trabajando. Pero a partir de aquel momento cada vez le
resultaba más difícil mejorar su rapidez. Pasar de los veinte
segundos a los diecinueve le llevó una semana de intenso trabajo. De
los diecinueve a los dieciocho le llevó casi dos semanas. Y pasaron
otros siete meses antes de que pudiera ver a través de un naipe en
diez segundos justos.
Su
objetivo eran cuatro segundos. Sabía que, a menos que pudiera ver a
través de un naipe en un máximo de cuatro segundos, no conseguiría
ningún éxito en los casinos. Sin embargo, cuanto más se acercaba
al objetivo, más difícil le resultaba alcanzarlo. Necesitó cuatro
semanas para rebajar el tiempo de diez a nueve segundos; y otras
cinco semanas para pasar de nueve a ocho. Pero para entonces el
trabajo duro ya no le importaba. Sus poderes de concentración se
habían desarrollado hasta tal punto que podía trabajar doce horas
seguidas sin ningún problema. Y sabía con absoluta certeza que
acabaría llegando a la meta. No se detendría hasta llegar a ella.
Día tras día, noche tras noche, permanecía sentado ante los naipes
con el cronómetro al lado, luchando con terrible intensidad por
reducir aquellos últimos y tozudos segundos.
Los tres
últimos segundos fueron los peores. Para pasar de los siete segundos
a su objetivo de cuatro, ¡necesitó exactamente once meses!
El gran
momento llegó un sábado por la noche. Un naipe yacía boca abajo
sobre la mesa ante él. Henry puso en marcha el cronómetro y comenzó
a concentrarse. En seguida vio una mancha roja. La mancha cobró
forma rápidamente y se transformó en un diamante. Y entonces, casi
instantáneamente, el número seis apareció en el ángulo superior
izquierdo. Paró el cronómetro y comprobó el tiempo. ¡Cuatro
segundos! Dio la vuelta al naipe. ¡Era el seis de diamantes! ¡Lo
había conseguido! ¡Lo había leído en cuatro segundos justos!
Volvió
a hacer la prueba con otro naipe. En cuatro segundos leyó que se
trataba de la reina de espadas. Repitió la operación con toda la
baraja, cronometrándose a cada naipe. ¡Cuatro segundos! ¡Cuatro
segundos! ¡Cuatro segundos! Siempre igual. ¡Por fin lo había
logrado! La preparación había terminado. ¡Ya podía poner en
práctica su plan!
¿Y
cuánto tiempo había tardado? Pues había tardado exactamente tres
años y tres meses de trabajo concentrado.
¡Ahora
a por los casinos!
¿Cuándo
debía empezar?
¿Por
qué no aquella misma noche?
Era
sábado y todos los casinos estaban abarrotados de gente los sábados
por la noche. Tanto mejor. Correría menos riesgos de hacerse
conspicuo. Entró en el dormitorio para vestirse de etiqueta. Los
sábados por la noche era preciso vestirse de etiqueta para visitar
los grandes casinos de Londres.
Decidió
ir a Lord's House. Hay más de cien casinos legales en Londres, pero
ninguno de ellos está abierto al público en general. Es necesario
hacerse socio antes de que te permitan la entrada. Henry era socio de
no menos de diez de ellos. Lord's House era su favorito. Era el más
elegante y exclusivo del país.
Lord's
House era una magnífica mansión georgiana situada en el centro de
Londres y durante más de doscientos años había sido la residencia
particular de un duque. Ahora pertenecía a los corredores de
apuestas, y aquellos soberbios salones de techo alto donde otrora la
aristocracia y a menudo la realeza se reuniera para jugar
tranquilamente una partida de whist
hoy
se llenaban de otra clase de gente que jugaba a algo muy distinto.
Henry
llegó a Lord's House y aparcó el coche ante la entrada principal.
Se apeó del automóvil, pero dejó el motor en marcha.
Inmediatamente un empleado con uniforme verde se hizo cargo del coche
para aparcarlo.
A ambos
lados de la calle se encontraban aparcados alrededor de una docena de
«Rolls-Royces». Sólo la gente muy rica era socia de Lord's House.
—¡Caramba,
míster Sugar! —dijo el hombre del mostrador, cuyo trabajo
consistía en no olvidar jamás una cara—. ¡Hacía años que no le
veíamos por aquí!
—He
estado muy ocupado —contestó Henry.
Subió
por la maravillosa escalinata con sus barandillas de caoba labrada y
entró en la oficina del cajero. Allí extendió un cheque por valor
de mil libras. El cajero le dio diez placas de plástico color rosa,
grandes y rectangulares, cada una de las cuales valía por cien
libras. Henry se las guardó en el bolsillo y pasó varios minutos
recorriendo los diversos salones de juego para cogerle el tranquillo
a la cosa después de una ausencia tan larga. Aquella noche había
mucha gente. Mujeres bien alimentadas formaban corro alrededor de la
ruleta como rollizas gallinas en torno a la tolva de alimentación.
Las joyas y el oro relucían sobre los pechos y las muñecas de las
mujeres. Muchas de ellas tenían el pelo de color azul. Los hombres
llevaban esmoquin y entre ellos no había uno solo que fuese alto.
Henry se preguntó por qué aquella clase determinada de hombre rico
tendría siempre las piernas cortas. Todas sus piernas parecían
terminar en las rodillas, sin que hubiera muslos por encima de éstas.
La mayoría de ellos lucían una prominente barriga, cara colorada y
un cigarro entre los labios. Sus ojos brillaban de codicia.
Henry se
fijó en todo ello. Era la primera vez en su vida que contemplaba con
desagrado aquel tipo de persona rica que frecuentaba los casinos de
juego. Hasta entonces siempre los había considerado compañeros,
miembros de su mismo grupo y clase. Aquella noche le parecieron
vulgares.
¿Sería
tal vez que los poderes yóguicos adquiridos a lo largo de los tres
años anteriores le habían hecho cambiar un poco?
Se quedó
mirando la ruleta. Sobre la mesa larga y verde la gente colocaba su
dinero, tratando de adivinar en qué ranurita caería la bolita
blanca a la siguiente vuelta de la ruleta. Henry miró la rueda. Y de
repente, quizás más por costumbre que por cualquier otra cosa, se
dio cuenta de que empezaba a concentrarse en ella. No era difícil.
Llevaba tanto tiempo practicando el arte de la concentración total,
que aquello se había convertido en una cosa rutinaria. En una
fracción de segundo su mente se había concentrado completa y
absolutamente en la rueda. Todo lo demás que había en el salón, el
ruido, la gente, las luces, el olor a humo de cigarro, todo se borró
de su mente y sólo vio los números blancos alrededor del borde. Los
números iban del uno al treinta y seis y había un cero entre el uno
y el treinta y seis. Con gran rapidez todos los números se hicieron
borrosos y desaparecieron ante sus ojos. Todos excepto uno, todos
excepto el número dieciocho. Era el único número que Henry podía
ver. Al principio resultaba algo confuso y desenfocado. Luego los
bordes se hicieron más claros y el blanco cobró mayor luminosidad,
mayor brillo, hasta que empezó a relucir como si hubiera una luz
detrás de él. Se hizo más grande. Parecía saltar hacia él. En
aquel momento Henry interrumpió su concentración. El salón volvió
a aparecer ante sus ojos.
—¿Todos
han terminado? —preguntó el croupier.
Henry
sacó del bolsillo una placa de cien libras y la colocó en el
cuadrado señalado con el número dieciocho en la mesa verde. Aunque
el resto de la mesa aparecía cubierto con las apuestas de los demás
jugadores, la suya era la única que había en el dieciocho.
El
croupier hizo girar la rueda. La bolita blanca rebotó y corrió
alrededor del borde. La gente miraba. Todos los ojos estaban posados
en la bolita. La rueda empezó a girar más despacio. Se detuvo. La
bolita dio varias vueltas más, titubeó, luego cayó limpiamente en
la ranura del número dieciocho.
—¡Dieciocho!
—dijo el croupier.
La gente
soltó un suspiro. El ayudante del croupier recogió los montoncitos
de placas perdedoras con una pala de mango largo. Pero no cogió la
de Henry. Le pagaron treinta y seis a uno. Tres mil seiscientas
libras a cambio de sus cien libras. Se las dieron en tres placas de
mil libras y seis de cien.
Henry
empezaba a experimentar un extraordinario sentido de poder. Estaba
convencido de que podía hacer saltar la banca sí así lo deseaba.
En cuestión de horas podía arruinar aquel tugurio de lujo. Podía
quitarles un millón y todos los caballeros elegantes de rostro
pétreo que contemplaban el movimiento del dinero saldrían
disparados como ratas presas de pánico.
¿Debía
hacerlo?
La
tentación era grande.
Pero
sería el fin de todo. Se haría famoso y nunca más le permitirían
volver a entrar en un casino en ninguna parte del mundo. No debía
hacerlo. Tenía que andar con mucho cuidado para no atraer la
atención sobre sí.
Henry
salió despreocupadamente del salón de la ruleta y entró en el
salón donde estaban jugando al blackjack.
Se
detuvo en el umbral para contemplar la escena. Había cuatro mesas.
Tenían formas extrañas, aquellas mesas de blackjack,
cada
una de ellas curvada como una media luna, y los jugadores se
encontraban sentados en taburetes altos alrededor de la parte externa
del medio círculo, mientras que los empleados se encontraban de pie
en la parte interna.
Las
barajas de naipes (en Lord's House utilizaban cuatro barajas
mezcladas unas con otras) yacían en una caja abierta por el extremo
y conocida con el nombre de «zapato». El empleado sacaba los naipes
uno por uno del «zapato», utilizando las puntas de los dedos... El
dorso del naipe que había dentro del «zapato» era siempre visible,
pero no los demás.
El
blackjack,
como
lo llaman los casinos, es un juego muy sencillo. Ustedes y yo lo
conocemos bajo uno de otros tres nombres: pontón, veintiuno o
vingt-et-un.
El
jugador trata de reunir cartas que en total sumen un número tan
cerca del veintiuno como sea posible, pero si sobrepasa dicha cifra,
pierde y el que da las cartas se queda con el dinero. En casi todas
las manos, el jugador se enfrenta con el problema de sacar otra carta
y arriesgarse a perder o quedarse con las que ya tiene. Pero Henry no
iba a tener ese problema. En cuatro segundos vería el valor de la
carta que el empleado le ofrecería y sabría si debía decir sí o
no. Henry podía convertir el blackjack
en
una farsa.
En todos
los casinos tienen una regla torpe sobre las apuestas en el blackjack
que
no tenemos en casa. En casa miramos la primera carta antes de hacer
la apuesta y, si es buena, apostamos fuerte. Los casinos no te
permiten hacer esto. Insisten en que todos los que se encuentran
sentados ante la mesa hagan sus apuestas antes de que se reparta el
primer naipe de la mano. Lo que es más, no se te permite incrementar
tu apuesta más adelante comprando una carta.
Tampoco
nada de esto iba a representar un problema para Henry. Siempre y
cuando permaneciera sentado a la izquierda del que repartía los
naipes, recibiría la primera carta del «zapato» al comenzar cada
mano. El dorso del naipe sería claramente visible para él y leería
su valor antes de apostar.
Henry se
quedó de pie en el umbral, esperando tranquilamente que quedase un
puesto vacante a la izquierda del empleado que repartía las cartas
en alguna de las cuatro mesas. Tuvo que esperar veinte minutos, pero
al final consiguió lo que quería.
Se sentó
en el taburete alto y entregó al empleado una de las placas de mil
libras que había ganado a la ruleta.
—Todo
en veinticincos, por favor —dijo.
El
encargado de repartir las cartas era un hombre bastante joven de ojos
negros y piel gris. Nunca sonreía y sólo hablaba cuando era
necesario. Sus manos eran excepcionalmente delgadas y había
aritmética en sus dedos. Cogió la placa de Henry y la depositó en
una ranura de la mesa. En una bandeja de madera colocada ante él
había varias hileras de fichas circulares de colores diversos,
fichas de veinticinco, diez y cinco libras, puede que un centenar de
cada tipo. Con el pulgar y el índice el empleado cogió un
montoncito de fichas de veinticinco libras y lo colocó sobre la
mesa. No necesitó contarlas. Sabía que había exactamente veinte
fichas en el montoncito. Aquellos dedos ágiles podían coger con
absoluta certeza cualquier número de fichas entre una y veinte, sin
equivocarse jamás. El empleado cogió un segundo montoncito de
fichas, con el que éstas sumaron cuarenta en total. Las empujó
hacia Henry por encima de la mesa.
Henry
colocó las fichas ante sí, y mientras lo hacía echó un vistazo a
la primera carta que había en el «zapato». Puso en marcha sus
poderes de concentración y en cuatro segundos leyó que era un diez.
Empujó ocho de sus fichas hacia el centro de la mesa, doscientas
libras. Era la apuesta máxima que se permitía hacer en el blackjack
en
Lord's House.
Recibió
el diez y como segunda carta recibió un nueve, diecinueve en total.
Todo el
mundo se aferra al diecinueve. Uno se queda quieto y confiando en que
el empleado no obtendrá veinte o veintiuno.
Así que
cuando llegó otra vez a Henry, el que repartía las cartas dijo
«diecinueve» y pasó al siguiente jugador.
—Espere
—dijo Henry.
El
empleado se detuvo y volvió a Henry. Arqueó las cejas y le miró
con aquellos ojos negros y fríos.
—¿Desea
ir al robo sobre diecinueve? —preguntó con cierto sarcasmo.
Hablaba
con acento italiano y había desprecio además de sarcasmo en su voz.
En la baraja sólo había dos cartas que no romperían un diecinueve:
el as (que contaba como una) y el dos. Sólo un idiota se arriesgaría
a ir al robo sobre diecinueve, especialmente teniendo doscientas
libras sobre la mesa.
La
siguiente carta que debía ser repartida era perfectamente visible en
la parte delantera del «zapato». Al menos, el dorso de la misma era
claramente visible. El empleado aún no la había tocado.
—Sí
—dijo Henry—. Me parece que cogeré otra carta.
El
empleado se encogió de hombros y extrajo el naipe del «zapato». El
dos de bastos aterrizó limpiamente enfrente de Henry, al lado del
diez y del nueve.
—Gracias
—dijo Henry—. Así está bien.
—Veintiuno
—dijo el empleado.
Sus ojos
negros volvieron a alzarse para posarse en el rostro de Henry y allí
se quedaron, silenciosos, vigilantes, desconcertados. Henry le había
trastornado. Nunca en la vida había visto a nadie ir al robo sobre
un diecinueve. Aquel tipo lo había hecho con una calma y una
seguridad pasmosas. Y había ganado.
Henry
captó la mirada del empleado y en seguida comprendió que acababa de
cometer una equivocación estúpida. Se había pasado de listo. Había
llamado la atención sobre sí mismo. No debía volver a hacerlo. En
lo sucesivo utilizaría sus poderes con mucha prudencia. Incluso
debía perder deliberadamente de vez en cuando, así como hacer algo
que resultara un tanto estúpido.
La
partida prosiguió. La ventaja de Henry era tan enorme, que le
costaba mantener sus ganancias en una suma razonable. Una y otra vez
pidió una tercera carta cuando sabía perfectamente que la misma le
haría perder. Y una vez, al ver que el primer naipe iba a ser un as,
puso sobre la mesa la ficha de menos valor de cuantas tenía y luego
se maldijo en voz alta por no haber hecho una apuesta más elevada.
Al cabo
de una hora había ganado exactamente tres mil libras y allí se
plantó. Se guardó las fichas en el bolsillo y se encaminó de nuevo
a la oficina del cajero para convertirlas en dinero contante y
sonante.
Había
ganado tres mil libras al blackjack
y
tres mil seiscientas a la ruleta, es decir, seis mil seiscientas en
total. Le hubiese sido igual de fácil ganar seiscientas sesenta mil.
A decir verdad, se dijo a sí mismo que ahora era casi seguro que
podía ganar dinero más rápidamente que cualquier otro hombre del
mundo.
El
cajero recibió sin mover un sólo músculo de la cara el montoncito
de fichas y placas que le entregó Henry. Llevaba gafas con montura
de acero, y los ojos claros que había detrás de los cristales no
mostraron el menor interés por Henry. Sólo miraron las fichas que
había en el mostrador. Aquel hombre también tenía aritmética en
los dedos. Pero tenía más que eso. Tenía aritmética,
trigonometría y cálculo y álgebra y geometría euclidiana en cada
uno de los nervios de su cuerpo. Era una máquina de calcular humana
con cien mil alambres eléctricos en el cerebro. Tardó cinco
segundos en contar las ciento veinte fichas de Henry.
—¿Quiere
un cheque por todo esto, míster Sugar? —preguntó.
El
cajero, al igual que el hombre de la entrada, conocía a todos los
socios por su nombre.
—No,
gracias —dijo Henry—. Me lo llevaré en efectivo.
—Como
guste —dijo la voz de detrás de las gafas.
El
cajero se volvió y se acercó a la caja fuerte que había en la
parte posterior de la oficina y que debía de contener millones.
Para lo
que se llevaba en Lord's House, las ganancias de Henry eran
relativamente modestas. Por aquel entonces los muchachos árabes del
petróleo se encontraban en Londres y eran aficionados al juego. Lo
mismo ocurría con los turbios diplomáticos del Extremo Oriente y
los hombres de negocios japoneses y los corredores de fincas
británicos que practicaban la evasión de impuestos. Cada día en
los grandes casinos de Londres se ganaban y perdían, sobre todo se
perdían, sumas de dinero verdaderamente asombrosas.
El
cajero regresó con el dinero de Henry y depositó el fajo de
billetes sobre el mostrador. Aunque había dinero suficiente para
comprar una casa pequeña o un automóvil grande, el cajero jefe de
Lord's House no se mostró impresionado. A juzgar por la escasa
atención que prestaba a los billetes, hubiérase dicho que le estaba
dando a Henry un paquete de goma de mascar.
«Espera,
amigo mío —pensó Henry mientras iba metiéndose el dinero en el
bolsillo—. Tú espera y ya verás.»
Henry
salió de la oficina del cajero.
—¿Quiere
su coche, señor? —dijo el hombre de uniforme verde que se
encontraba en la puerta.
—Aún
no —le dijo Henry—. Me parece que antes tomaré un poco de aire
fresco.
Echó a
andar calle abajo. Eran casi las doce. La noche era fresca y
agradable. La ciudad seguía totalmente despierta aún. Henry notaba
el bulto en el bolsillo interior de
su
chaqueta donde había guardado el grueso fajo de billetes. Tocó el
bulto con una mano. Lo acarició delicadamente. Era mucho dinero a
cambio de una hora de trabajo.
¿Y qué
pensar sobre el futuro?
¿Cuál
iba a ser su siguiente movimiento?
Podía
ganar un millón en un mes.
Podía
ganar más si quería.
Lo que
podía ganar no tenía límites.
Mientras
paseaba por las calles de Londres bajo el frescor de la noche, Henry
se puso a pensar en el siguiente movimiento.
Ahora
bien, si ésta fuera una historia ficticia en lugar de verídica,
habría sido necesario inventar un final sorprendente y emocionante
para la misma. No resultaría difícil hacerlo. Algo dramático e
insólito. Así que, antes de contarles lo que verdaderamente le
ocurrió a Henry en la vida real, hagamos una breve pausa y veamos lo
que un novelista competente hubiese hecho para concluir esta
historia. Sus notas vendrían a ser algo así:
1.
Henry debe morir. Al igual que Imhrat Khan hiciera antes que él,
Henry había violado el código del yogui y utilizado sus poderes en
provecho propio.
2. Lo
mejor será que muera de alguna forma poco corriente e interesante
que sorprenda al lector.
3.
Por ejemplo, podría regresar a su piso y ponerse a contar el dinero
y a recrearse contemplándolo. Mientras hiciera esto, de pronto
podría empezar a sentirse mal. Siente un dolor en el pecho.
4. Se
asusta. Decide acostarse inmediatamente y descansar. Se quita la
ropa. Ya desnudo, se dirige al armario para sacar el pijama. Pasa por
delante del espejo de cuerpo entero que hay en la pared. Se detiene.
Mira fijamente su propia imagen desnuda reflejada en el espejo.
Automáticamente, empujado por la costumbre, empieza a concentrarse.
Y entonces...
5.
De pronto ve «a través» de su propia piel. Ve a través de ella
del mismo modo que viera a través del dorso de los naipes. Es como
la imagen de una radiografía, sólo que mejor. Los rayos X
solamente
pueden ver los huesos y las zonas muy densas. Henry puede verlo todo.
Ve sus arterias y venas con la sangre que riega su cuerpo. Puede
verse el hígado, los riñones, los intestinos y también puede ver
cómo late su corazón.
6.
Mira hacia el lugar de su pecho de donde procede el dolor... y ve...
o cree ver... un bulto pequeño y oscuro en el interior de la vena
grande que conduce al corazón por el lado derecho. ¿Qué estará
haciendo un bulto pequeño y oscuro dentro de la vena? Debe tratarse
de alguna clase de bloqueo. Debe de ser un coágulo. ¡Un coágulo de
sangre!
7.
Al principio el coágulo parece estacionario. Luego se mueve. El
movimiento es muy leve, no más de uno o dos milímetros. La sangre
que circula por la vena se acumula sobre el coágulo y acaba por
empujarlo hacia adelante. Avanza algo más de un centímetro. Esta
vez vena arriba, hacia el corazón. Henry contempla el avance con
horror. Sabe, como lo sabe también casi todo el mundo, que un
coágulo de sangre que se ha desprendido y viaja por el interior de
una vena acabará llegando al corazón. Si el coágulo es grande, se
pegará al corazón y lo más probable es que la persona muera...
Ese no
sería un final tan malo para una obra de ficción, pero esta
historia no es ficticia. Es verídica. Las únicas cosas falsas que
hay en ella son el nombre de Henry y el del casino de juego. Henry no
se llamaba Henry Sugar. Su nombre debe ser protegido. Todavía debe
ser protegido. Y por razones obvias, uno no puede llamar al casino
por su nombre verdadero. Aparte de eso, la historia es auténtica.
Y porque
es una historia auténtica, debe tener un final auténtico. Puede que
el final auténtico no sea tan dramático ni tan misterioso como
podría ser un final inventado. Pero no por ello es menos
interesante. He aquí lo que ocurrió realmente.
Después
de pasear por las calles de Londres durante cosa de una hora, Henry
volvió a Lord's House y recogió su automóvil. Luego regresó a
casa. Se sentía desconcertado. No podía comprender por qué se
sentía tan poco excitado ante su tremendo éxito. Si aquello le
hubiera ocurrido tres años antes, cuando aún no había empezado con
el asunto del yoga, se habría
vuelto
loco de excitación. Se habría puesto a bailar por las calles v
hubiera corrido al club nocturno más cercano para celebrarlo con
champán.
Lo
gracioso era que realmente no sentía ni pizca de excitación. Se
sentía melancólico. Todo había resultado demasiado fácil. Había
hecho todas las apuestas con la certeza absoluta de que iba a ganar.
No había emoción, ni «suspense», ni peligro de perder. Sabía,
desde luego, que a partir de aquel momento podría viajar por el
mundo y ganar millones. Pero, ¿se divertiría haciéndolo?
Lentamente
Henry empezaba a comprender que nada resulta divertido si consigues
tanto de ello como deseas. Especialmente si se trata de dinero.
Otra
cosa. ¿Acaso no era posible que el proceso por el que había pasado
para adquirir poderes yóguicos hubiese cambiado por completo su
visión de la vida?
Era
posible, por supuesto.
Henry
regresó a casa y se acostó inmediatamente.
Al día
siguiente se levantó tarde. Pero no se sentía más alegre de lo que
se sintiera la noche antes. Y al levantarse de la cama y ver el
enorme fajo de billetes que seguía en la mesita de noche,
experimentó una repugnancia súbita y muy aguda. No lo quería. No
hubiera podido explicar por qué no lo quería aunque en ello le
fuera la vida. Pero lo cierto era que no quería ni una pequeña
parte de aquel dinero.
Cogió
el fajo de billetes. Se lo habían dado todo en billetes de veinte
libras, trescientos treinta billetes para ser exactos. Se acercó al
balcón de su piso y allí se quedó, vestido con su pijama de seda
color rojo oscuro, mirando la calle a sus pies.
El piso
de Henry estaba en Curzon Street, que se encuentra en el mismísimo
centro del barrio más elegante y caro de Londres: el de Mayfair. Un
extremo de Curzon Street desemboca en Berkeley Square; el otro, en
Park Lane. Henry vivía en un tercer piso y su dormitorio tenía un
pequeño balcón con barandilla de hierro que colgaba sobre la calle.
Corría
el mes de junio, la mañana era muy soleada y faltaba poco para las
once. Aunque era domingo, había bastante gente paseando por las
aceras.
Henry
cogió un billete de veinte libras del fajo y lo dejó caer. La brisa
se apoderó del billete y se lo llevó hacia Park Lane. Henry se
quedó mirándolo. El billete dio vueltas y más vueltas en el aire y
finalmente fue a caer en la acera de enfrente, a los pies de un
anciano. El anciano llevaba un abrigo marrón largo y viejo y se
cubría con un sombrero deformado. Y caminaba despacio, completamente
solo. Vio el billete cuando éste pasó volando a poca distancia de
su cara, se detuvo y lo recogió. Lo sujetó con ambas manos y lo
miró fijamente. Luego le dio la vuelta. Lo examinó de más cerca.
Luego alzó la cabeza y miró hacia arriba.
—¡Eh,
usted! —gritó Henry, formando bocina con las manos—. ¡Eso es
para usted! ¡Es un regalo!
El
anciano se quedó totalmente inmóvil, sujetando el billete ante sí
y mirando hacia la figura del balcón.
—¡Métaselo
en el bolsillo! —gritó Henry—. ¡Lléveselo a casa!
Su voz
llegó bastante lejos y muchos transeúntes se detuvieron y alzaron
los ojos.
Henry
extrajo otro billete y lo arrojó a la calle. Los curiosos no se
movieron. Sencillamente siguieron mirando. No tenían la menor idea
de lo que estaba pasando. Ahí arriba, en el balcón, había un
hombre que gritaba y acababa de arrojar algo que parecía un pedazo
de papel. Todos echaron a andar tras el papel que se llevaba la
brisa. Esta vez el papel cayó a los pies de una pareja joven que se
encontraba cogida del brazo en la acera de enfrente. El hombre se
liberó del brazo le su acompañante y trató de coger el papel al
vuelo. No lo consiguió, pero lo recogió del suelo. Lo examinó
atentamente. Los curiosos de ambos lados de la calle tenían los ojos
clavados en el joven. A muchos de ellos el papel les había parecido
un billete de banco y esperaban cerciorarse.
—¡Son
veinte libras! —chilló el joven, empezando a pegar botes—. ¡Es
un billete de veinte libras!
—¡Guárdeselo!
—gritó Henry—. ¡Es suyo!
—¿Lo
dice en serio? —preguntó el joven, alargando la mano con que
sostenía el billete—. ¿De veras puedo guardármelo?
De
repente cundió la excitación en ambos lados de la calle y todo el
mundo empezó a moverse al mismo tiempo. Corrieron hacia el centro de
la calzada y se arracimaron debajo del balcón. Alzaron los brazos
por encima de la cabeza y empezaron a gritar:
—¡Yo!
¡Uno para mí! ¡Tírenos otro, jefe! ¡Mándenos unos cuantos más!
Henry
extrajo otros cinco o seis billetes y los arrojó a la calle.
Se
oyeron gritos y chillidos cuando los billetes se desparramaron en el
viento y flotaron hacia abajo, y se organizó una buena pelea por las
calles cuando los billetes llegaron a la altura de las manos de la
multitud. Pero fue una pelea amistosa. La gente se reía. Creía que
se trataba de una broma fantástica. He aquí un hombre en pijama que
se entretenía arrojando billetes de gran valor desde el balcón de
un tercer piso. Muchos de los presentes no habían visto un billete
de veinte libras hasta entonces.
Pero
ahora empezaba a ocurrir algo más.
La
velocidad con que las noticias se extienden por las calles de una
ciudad es fenomenal. La noticia de lo que Henry Sugar estaba haciendo
se extendió como un reguero de pólvora arriba y abajo de Curzon
Street y se coló en las calles y callejas adyacentes. De todas
partes empezó a llegar gente corriendo. En cosa de unos minutos
alrededor de un millar de hombres, mujeres y niños bloqueaba la
calle bajo el balcón de Henry. Los automovilistas que no podían
pasar se apeaban de sus vehículos y se unían al gentío. Y de
repente el caos se adueñó de Curzon Street.
En aquel
momento Henry sencillamente levantó el brazo y arrojó todo el fajo
de billetes al aire. Más de seis mil libras volaron hacia la
multitud vociferante que las aguardaba en la calzada.
La
arrebatiña que se organizó entonces fue realmente digna de verse.
La gente pegaba botes para pescar los billetes antes de que tocasen
el suelo y todo el mundo repartía codazos y empujones y chillaba y
se caía. Y no tardó la calle entera en convertirse en un amasijo de
seres humanos que chillaban y chillaban.
De
pronto, por encima del ruido y a sus espaldas, Henry oyó que el
timbre de su puerta sonaba larga y estruendosamente. Abandonó el
balcón y abrió la puerta principal. Un enorme policía de bigotes
negros se encontraba en el descansillo con las manos apoyadas en las
caderas.
—¡Usted!
—chilló coléricamente—. ¡Usted es el culpable! ¿Qué diablos
cree que está haciendo?
—Buenos
días, agente —saludó Henry—. Lamento el tumulto. No creí que
las cosas se pusieran así. Sólo estaba regalando un poco de dinero.
—¡Está
causando un alboroto! —rugió el policía—. ¡Está creando una
obstrucción! ¡Está incitando al motín y bloqueando la calle
entera!
—Ya le
he dicho que lo sentía —contestó Henry—. No volveré a hacerlo.
Se lo prometo. Pronto se marcharán.
El
policía apartó una mano de la cadera y de la palma de la misma sacó
un billete de veinte libras.
—¡Ajá!
—exclamó Henry—. ¡También usted ha cogido uno! ¡Me alegro
mucho! ¡Me alegro mucho por usted!
—¡Déjese
de bromas! —dijo el policía—. Porque quiero hacerle unas cuantas
preguntas serias acerca de estos billetes de veinte libras —sacó
una libreta de notas del bolsillo del pecho—. En primer lugar
—prosiguió—, ¿exactamente de dónde los sacó?
—Los
gané —dijo Henry—. Tuve una noche afortunada —dio al policía
el nombre del club donde había ganado el dinero y el agente tomó
nota en su libretita—. Compruébelo —añadió Henry—. Le dirán
que es la verdad.
El
policía bajó la libretita y miró directamente a los ojos de Henry.
—Si
quiere que le sea sincero —dijo—, me creo su historia. Creo que
dice usted la verdad. Pero eso no le excusa ni pizca.
—No he
hecho nada malo —dijo Henry.
—¡Es
usted un joven imbécil! —gritó el policía, empezando a
encolerizarse otra vez—. ¡Es usted un asno y un imbécil! Si ha
tenido la suerte de ganar una suma de dinero tan grande como ésa y
quiere regalarla, ¡no la arroje por la ventana!
—¿Por
qué no? —preguntó Henry, sonriendo—. Es un procedimiento tan
bueno como cualquier otro para librarme de ella.
—¡Es
una solemne majadería! —exclamó el agente—. ¿Por qué no la ha
donado allí donde pueda hacer el bien? ¿Un hospital, por ejemplo?
¿O un orfanato? ¡El país está lleno de orfanatos que no tienen
dinero ni siquiera para comprarles regalos de Navidad a los pequeños!
Y entonces sale un imbécil como usted, que jamás ha sabido lo que
representa ser pobre, ¡y se pone a tirar el dinero a la calle! ¡De
veras me pone furioso!
—¿Un
orfanato? —dijo Henry.
—¡Sí,
un orfanato!
—exclamó
el policía—. ¡A mí me criaron en uno, de modo que sé muy bien
lo que me digo! —y, así diciendo, el policía giró sobre sus
talones y bajó rápidamente a la calle.
Henry no
se movió. Las palabras del policía, y más especialmente la furia
sincera con que las había pronunciado, golpearon a nuestro héroe
justo entre los ojos.
—¿Un
orfanato? —dijo en voz alta—. Es una buena idea. Pero, ¿por qué
un solo orfanato? ¿Por qué no montones de orfanatos?
Y
entonces, muy rápidamente, empezó a concebir la idea grande y
maravillosa que iba a cambiarlo todo.
Henry
cerró la puerta del piso. De pronto sintió que una poderosa
excitación le removía las entrañas. Empezó a pasear arriba y
abajo, pensando en los detalles que harían posible su maravillosa
idea.
—Uno
—dijo—: Puedo hacerme con una gran suma de dinero cada día de mi
vida.
»Dos:
No debo ir al mismo casino más de una vez cada doce meses.
»Tres:
No debo ganar demasiado en un mismo casino o alguien empezará a
sospechar. Sugiero limitarme a veinte mil libras por noche.
»Cuatro:
Veinte mil libras por noche durante trescientos sesenta y cinco días
al año, ¿a cuánto ascienden?
Henry
cogió lápiz y papel y procedió a calcular la cifra.
—Ascienden
a siete millones trescientas mil libras —dijo en voz alta.
»Muy
bien. Cinco: tendré que moverme constantemente. No más de dos o
tres noches seguidas en una misma ciudad o la noticia correrá de
boca en boca. Iré de Londres a Montecarlo. Luego a Cannes. A
Biarritz. A Deauville. A Las Vegas. A Ciudad de México. A Buenos
Aires. A Nassau. Y así sucesivamente.
»Seis:
Con el dinero que gane montaré un orfanato absolutamente de primera
en todos los países que visite. Me convertiré en un Robín de los
Bosques. Les quitaré el dinero a los corredores de apuestas y a los
propietarios de los casinos para dárselo a los niños. ¿Eso parece
gastado y sentimental? Lo es si se trata de un sueño. Pero como
realidad, si realmente consigo que funcione, no tendría nada de
gastado ni de sentimental. Resultaría tremendo.
»Siete:
Necesitaré alguien que me ayude, un hombre que se quede en casa y
cuide de todo el dinero y compre las casas y lo organice todo. Un
hombre de dinero. Alguien en quien pueda confiar. ¿Qué tal John
Winston?
John
Winston era el contable de Henry. Le llevaba los asuntos financieros,
el impuesto sobre la renta, las inversiones y todas las otras cosas
de esta índole. Henry le conocía desde hacía dieciocho años y
entre los dos hombres había nacido la amistad.
Recuérdese,
sin embargo, que hasta entonces John Winston había conocido a Henry
sólo como «playboy» ocioso y acaudalado que no había pegado golpe
en toda su vida.
—Te
has vuelto loco —dijo John Winston cuando Henry le expuso su plan—.
Nadie ha conseguido jamás inventar un sistema para vencer a los
casinos.
Henry
sacó del bolsillo una baraja para estrenar.
—Vamos
—dijo—. Echaremos una partidita de blackjack.
Tú
repartes las cartas. Y no me digas que estos naipes están marcados.
Acabo de desprecintar la baraja.
Solemnemente,
durante casi una hora, sentados en la oficina de Winston, cuyas
ventanas daban a Berkeley Square, los dos hombres jugaron al
blackjack.
Utilizaron
cerillas a guisa de dinero; cada cerilla valía por veinticinco
libras. Transcurridos cincuenta minutos, ¡Henry había ganado nada
menos que treinta y cuatro mil libras!
John
Winston no podía dar crédito a sus ojos.
—¿Cómo
lo haces? —preguntó.
—Pon
la baraja sobre la mesa —dijo Henry—. Boca abajo.
Winston
obedeció.
Durante
cuatro segundos Henry se concentró en el primer naipe.
—Es
una sota de corazones —dijo.
Lo era.
—La
siguiente es... un tres de corazones.
Lo era.
Procedió
a hacer lo mismo con el resto de la baraja, nombrando cada uno de los
naipes.
—Vamos
—dijo John Winston—. Cuéntame
cómo lo haces.
Aquel
hombre habitualmente calmoso y matemático se hallaba ahora inclinado
sobre su escritorio, mirando fijamente a Henry con ojos tan grandes y
brillantes como estrellas.
—Te
habrás dado cuenta de que lo que haces es completamente imposible,
¿no? —dijo.
En aquel
momento sonó el teléfono que había sobre el escritorio de John
Winston. Descolgó el aparato y le dijo a su secretaria:
—No
quiero más llamadas, por favor, Susan, hasta que se lo diga. Ni
siquiera mi esposa.
Levantó
los ojos, esperando que Henry prosiguiera.
Entonces
Henry procedió a explicarle a John Winston exactamente cómo había
adquirido aquel poder. Le contó que había encontrado la libreta y
leído lo que en ella se decía sobre Imhrat Khan; luego le describió
cómo se había pasado tres años trabajando sin cesar para aprender
a concentrar su mente.
—¿Has
probado lo de andar sobre el fuego? —preguntó John Winston cuando
Henry hubo terminado su relato.
—No
—dijo Henry—. Y no pienso probarlo.
—¿Qué
te induce a pensar que podrás hacer esto con los naipes en un
casino?
Henry le
habló de su visita a Lord's House la noche antes.
—¡Seis
mil seiscientas libras! —exclamó John Winston—. ¿De veras
ganaste tanto en dinero auténtico?
—Escúchame
—dijo Henry—. ¡Acabo de ganarte treinta y cuatro mil en menos de
una hora!
—En
efecto.
—Seis
mil era el mínimo que podía ganar —dijo Henry—. Tuve que hacer
un esfuerzo tremendo para no ganar más.
—Serás
el hombre más rico de la tierra.
—No
quiero ser el hombre más rico de la tierra —dijo Henry—. Ya no
quiero serlo.
Entonces
procedió a contarle a Winston su plan referente a los orfanatos.
—¿Querrás
colaborar conmigo, John? —preguntó cuando hubo terminado de
exponer su proyecto—. ¿Querrás ser mi banquero, mi administrador
y todo lo demás? Ingresaremos millones cada año.
John
Winston, que era un contable cauteloso y prudente, no quiso dar su
consentimiento sobre la marcha.
—Primero
quiero verte en acción —dijo.
De modo
que aquella noche se fueron juntos al Ritz Club en Curzon Street.
—No
puedo volver a Lord's House hasta dentro de una temporada —dijo
Henry.
En la
primera vuelta de la rueda de la ruleta Henry apostó cien libras al
número veintisiete. Salió. La segunda vez apostó por el cuatro.
Salió también. Obtuvo un beneficio total de siete mil quinientas
libras.
Un árabe
que se encontraba al lado de Henry dijo:
—Acabo
de perder cincuenta y cinco mil libras. ¿Cómo lo hace usted?
—Cuestión
de suerte —contestó Henry—. Nada más que suerte.
Pasaron
al salón de blackjack
y en
media hora Henry ganó otras diez mil libras. Luego se paró.
Ya en la
calle, Winston dijo:
—Ahora
te creo. Colaboraré contigo.
—Empezamos
mañana —dijo Henry.
—¿De
veras tienes intención de hacer esto cada noche?
—Sí
—dijo Henry—. Me moveré muy aprisa de un lugar a otro, de país
en país. Y cada día te enviaré los beneficios por mediación de
los bancos.
—¿Te
das cuenta de que representará mucho dinero cada año?
—Millones
—dijo alegremente Henry—. Unos siete millones anuales.
—En
ese caso, no puedo operar en este país —dijo John Winston—. El
recaudador de impuestos se lo quedará todo.
—Vete
adonde quieras —dijo Henry—. A mí me da lo mismo. Confío
plenamente en ti.
—Me
iré a Suiza —dijo John Winston—. Pero no mañana. No puedo
marcharme de Londres así por las buenas. No soy soltero como tú,
que no tienes compromisos ni responsabilidades. Tengo que hablar con
mi esposa y mis hijos. Antes de marcharme he de avisar a mis socios,
vender mi casa, encontrar otra casa en Suiza. Tengo que sacar a los
niños de la escuela. ¡Estas cosas requieren tiempo, mi querido
amigo!
Henry
sacó del bolsillo las diecisiete mil quinientas libras que acababa
de ganar y se las entregó al otro.
—Aquí
tienes un poco de dinero para ir tirando hasta que estés instalado
—dijo—. Pero date prisa. Quiero empezar cuanto antes.
En el
plazo de una semana John Winston se instaló en Lausana, en una
oficina situada en lo alto de una bella colina desde la que se
divisaba el lago Lemán. Su familia se reuniría con él cuanto
antes.
Y Henry
se puso a trabajar en los casinos.
Al cabo
de un año ya había enviado algo más de siete millones de libras a
la oficina de John Winston en Lausana. El dinero era remitido cinco
días a la semana a una compañía suiza llamada Organatos, S. A.
Nadie excepto John Winston y Henry sabía de dónde salía el dinero
y qué se haría con él. En cuanto a las autoridades suizas, nunca
quieren saber de dónde procede el dinero. Henry enviaba el dinero a
través de los bancos. La remesa del lunes era siempre la mayor, ya
que incluía las ganancias obtenidas por Henry el viernes, el sábado
y el domingo, días en que los bancos estaban cerrados. Se movía con
una velocidad pasmosa y el único indicio que de su paradero tenía
John Winston era la dirección del banco que había remitido el
dinero. Un día lo mandaba un banco de Manila, por ejemplo, y al día
siguiente era un banco de Bangkok. Llegaba de Las Vegas, de Curaçao,
de Freeport, de Gran Caimán, de San Juan, de Nassau, de Londres, de
Biarritz. Llegaba de cualquier parte y de todas partes siempre que
hubiese un casino importante en la ciudad.
Todo fue
bien durante siete años. Cerca de cincuenta millones de libras
habían llegado a Lausana y se encontraban ahora depositadas en los
bancos. John Winston ya había fundado tres orfelinatos: uno en
Francia, otro en Inglaterra y un tercero en los Estados Unidos. Cinco
más iban a ser inaugurados en breve plazo.
Entonces
surgieron algunos problemas. Entre los propietarios de los casinos
existe un sistema privado de información y, aunque Henry ponía
siempre muchísimo cuidado en no llevarse demasiado dinero de un solo
lugar en una misma noche, la noticia forzosamente acabaría por
llegar a todas partes.
Le
calaron una noche en Las Vegas cuando Henry cometió la imprudencia
de llevarse cien mil dólares de cada uno de tres casinos
individuales que casualmente pertenecían a la misma chusma.
Lo que
sucedió fue esto. A la mañana siguiente, cuando Henry se encontraba
en la habitación del hotel, preparando el equipaje para irse al
aeropuerto, llamaron a su puerta. Entró un botones y le susurró que
dos hombres le estaban esperando en el vestíbulo. El botones añadió
que había otros hombres vigilando la salida posterior. Según el
botones, eran tipos muy duros. También dijo que no apostaría mucho
por las probabilidades de supervivencia de Henry si éste bajaba al
vestíbulo en aquel momento.
—¿Por
qué has venido a avisarme? —le preguntó Henry—. ¿Por qué
estás de mi lado?
—Yo no
estoy del lado de nadie —dijo el botones—. Pero todos sabemos que
anoche ganó usted un montón de dinero y me figuré que me haría
usted un bonito regalo si le avisaba.
—Gracias
—dijo Henry—. Pero, ¿cómo puedo escapar? Te daré mil dólares
si consigues sacarme de aquí.
—Eso
es fácil —dijo el botones—. Quítese la ropa y póngase mi
uniforme. Luego cruce el vestíbulo con su maleta. Pero áteme bien
antes de irse. Tienen que encontrarme en el suelo, atado de pies y
manos, para que no sospechen que le he ayudado. Les diré que tenía
usted una pistola y que no pude hacer nada.
—¿Con
qué cuerda voy a atarte? —preguntó Henry.
—Con
la que llevo en el bolsillo —repuso el botones, sonriendo.
Henry se
puso el uniforme verde con galones de oro que llevaba el botones y
que no le sentaba demasiado mal. Luego ató concienzudamente al
hombre y le metió un pañuelo en la boca. Finalmente metió diez
billetes de cien dólares debajo de la alfombra para que el botones
los recogiese más tarde.
Abajo en
el vestíbulo había dos bandidos de baja estatura, gruesos, de pelo
negro, observando a la gente que salía de los ascensores. Pero
apenas se fijaron en el hombre que vestía un uniforme verde y
dorado. El hombre salió del ascensor con una maleta en la mano,
cruzó tranquilamente el vestíbulo y salió por la puerta giratoria
que daba a la calle.
Ya en el
aeropuerto, Henry cambió su vuelo y cogió el siguiente avión con
destino a Los Ángeles. Se dijo a sí mismo que las cosas ya no iban
a resultar tan fáciles a partir de aquel momento. Pero el botones le
había dado una idea.
En Los
Ángeles, y en los cercanos Hollywood y Beverly Hills, donde vive la
gente del cine, Henry buscó al mejor maquillador de la industria
cinematográfica. Se trataba de Max Engelman. Henry fue a visitarle.
Le cayó bien inmediatamente.
—¿Cuánto
gana usted? —le preguntó Henry.
—Pues
unos cuarenta mil dólares al año —le dijo Max.
—Le
daré cien mil —dijo Henry— si se viene conmigo y se convierte en
mi artista de maquillaje.
—¿Qué
pretende usted? —le preguntó Max.
—Se lo
explicaré.
Y se lo
explicó.
Max era
sólo la segunda persona a la que Henry contaba su plan. John Winston
era la primera. Y cuando Henry le demostró cómo podía leer los
naipes, Max se quedó atónito.
—¡Santo
cielo! —exclamó—. ¡Podría amasar una fortuna!
—Ya la
he amasado —le dijo Henry—. He amasado diez fortunas. Pero quiero
otras diez.
Le contó
a Max lo de los orfanatos. Con ayuda de John Winston, ya había
fundado tres de ellos y pronto fundaría más.
Max era
un hombre pequeño, de piel oscura, que había huido de Viena al
entrar los nazis en la ciudad. Jamás se había casado. No tenía
obligaciones. Se volvió loco de entusiasmo.
—¡Es
una locura! —exclamó—. ¡Es la cosa más descabellada que he
oído en toda mi vida! ¡Me uniré a usted, amigo! ¡Vámonos!
A partir
de aquel día Max Engelman fue a todas partes con Henry, llevando
consigo un baúl tan lleno de pelucas, barbas, patillas y bigotes
postizos y otros materiales de maquillaje como jamás se haya visto.
Max podía transformar a su jefe en una cualquiera de treinta o
cuarenta personas irreconocibles y los directores de los casinos, que
para entonces ya estaban atentos a la posible aparición de Henry,
nunca volvieron a verle como míster Henry Sugar. A decir verdad,
transcurrido sólo un año del episodio de Las Vegas, Henry y Max
llegaron a presentarse de nuevo en aquella peligrosa ciudad. Y en una
noche cálida y estrellada Henry se llevó nada menos que ochenta mil
dólares del primero de los grandes casinos que visitara la vez
anterior. Se presentó disfrazado de anciano diplomático brasileño
y los del casino nunca supieron la verdad.
Ahora
que Henry ya no se presentaba en los casinos bajo su propia
personalidad, había, desde luego, que cuidar de cierto número de
otros detalles, tales como carnets de identidad y pasaportes falsos.
En Montecarlo, por ejemplo, el visitante debe mostrar siempre su
pasaporte para que le permitan entrar en el casino. Henry visitó
Montecarlo once veces más con la ayuda de Max, cada vez con un
pasaporte y un disfraz distintos.
Max
adoraba su trabajo. Le encantaba crear nuevos personajes para Henry.
—¡Hoy
tengo algo completamente nuevo para usted! —anunciaba—. ¡Espere
y lo verá! ¡Hoy será usted un jeque árabe de Kuwait!
—¿Tenemos
pasaporte árabe? —preguntaba Henry—. ¿Y papeles árabes?
—Tenemos
de todo —le contestaba Max—. John Winston me ha enviado un bonito
pasaporte a nombre de su alteza real el jeque Abu Bin Bey.
Y así
sucesivamente. Con el paso de los años, Max y Henry llegaron a estar
tan unidos como hermanos. Eran hermanos empeñados en una cruzada,
dos hombres que se movían velozmente a través de los cielos,
ordeñando los casinos del mundo y enviando el dinero a John Winston
en Suiza, donde la compañía conocida por el nombre de Orfanatos, S.
A. se hacía más y más rica.
Henry
murió el año pasado, a la edad de sesenta y tres años. Su obra ya
estaba completada. Había trabajado en ella durante veinte años.
Su
agenda contenía una lista de trescientos setenta y un casinos
importantes distribuidos en veintiún países o islas distintos. En
todos ellos había estado muchas veces sin perder en una sola
ocasión.
Según
las cuentas de John Winston, Henry había ganado un total de ciento
cuarenta y cuatro millones de libras.
Dejó
veintiún orfanatos bien instalados y administrados por todo el
mundo, uno en cada uno de los países que había visitado. Todos los
orfanatos eran financiados y administrados por John y sus hombres
desde Lausana.
Pero,
¿cómo es posible que yo, que no soy ni Max Engelman ni John
Winston, esté enterado de todo esto? ¿Y cómo se me ocurrió
escribir la historia?
Se lo
contaré.
Poco
después de morir Henry, John Winston me telefoneó desde Suiza. Se
presentó a sí mismo diciendo sencillamente que era el director de
una compañía denominada Orfanatos, S. A., y me preguntó si quería
ir a Lausana para verle con vistas a escribir una breve historia de
la organización. No sé de dónde sacó mi nombre. Probablemente
tenía una lista de escritores y clavó un alfiler en ella. Dijo que
me pagaría bien. Y añadió:
—Un
hombre notable ha muerto recientemente. Se llamaba Henry Sugar. Creo
que la gente debería conocer algo de lo que ha hecho.
Llevado
de mi ignorancia, le pregunté si la historia era realmente tan
interesante que justificase el hecho de ponerla por escrito.
—De
acuerdo —dijo el hombre que ahora controlaba ciento cuarenta y
cuatro millones de libras—. Olvídelo. Se lo pediré a otra
persona. Hay muchos escritores en el mundo.
Me sentí
picado.
—No
—dije—. Espere. ¿Podría decirme al menos quién fue ese Henry
Sugar y qué hizo? Nunca he oído hablar de él.
En cinco
minutos John Winston me contó por teléfono algo acerca de la
carrera secreta de Henry Sugar. Ya no era un secreto. Henry había
muerto y nunca volvería a jugar. Le escuché embelesado.
—Tomaré
el primer avión —dije.
—Gracias
—dijo John Winston—. Se lo agradecería.
En
Lausana conocí a John Winston, que contaba ya más de setenta años,
y también a Max Engelman, que tenía más o menos la misma edad.
Ambos seguían desolados por la muerte de Henry. Max aún más que
John Winston, toda vez que Max había estado constantemente a su lado
durante más de trece años.
—Le
quería —dijo Max con el rostro ensombrecido—. Era un gran
hombre. Nunca pensaba en sí mismo. Nunca se quedaba un solo penique
del dinero que ganaba, excepto lo que necesitaba para viajar y comer.
Escúcheme, una vez estábamos en Biarritz y él acababa de pasarse
por el banco para depositar medio millón de francos que el banco
debía remitir a John. Era la hora de almorzar. Entramos en un
restaurante y almorzamos frugalmente, una tortilla y una botella de
vino, y cuando nos presentaron la cuenta, Henry no llevaba encima ni
cinco con que pagarla. Yo tampoco. Era un hombre encantador.
John
Winston me contó todo lo que sabía. Me enseñó la libreta de tapas
azul oscuro, la misma en la que el doctor John Cartwright escribiera
su historia en Bombay, allá por el año 1934. Y lo copié todo
palabra por palabra.
—Henry
la llevaba siempre consigo —dijo John Winston—. Acabó por
saberse la historia de memoria.
Me
mostró los libros de contabilidad de Orfanatos, S. A., en los que
estaban anotadas las ganancias de Henry día tras día a lo largo de
más de veinte años. Y he de decir que era algo asombroso en verdad.
Cuando
terminó, le dije:
—Hay
una laguna importante en esta historia, míster Winston. No me ha
contado casi nada acerca de los viajes de Henry y de sus aventuras en
los casinos del mundo.
—Esa
historia le corresponde contarla a Max —dijo John Winston—. Max
conoce todos los detalles porque él acompañaba a Henry. Pero dice
que quiere probar de escribirla él mismo. Ya ha empezado a hacerlo.
—Entonces,
¿por qué no deja que Max lo escriba todo? —pregunté.
—Porque
no quiere —dijo John Winston—. Sólo quiere escribir sobre Henry
y Max. Resultará una historia fantástica si llega a terminarla
alguna vez. Pero ya está viejo, como yo, y dudo que lo consiga.
—Una
última pregunta —dije—. Usted siempre le llama Henry Sugar. Y,
pese a ello, me dice que ése no era su verdadero nombre. ¿No quiere
que yo diga quién era en realidad cuando escriba la historia?
—No
—dijo John Winston—. Max
y yo prometimos que nunca lo revelaríamos. Probablemente se sabrá
tarde o temprano. Después de todo, procedía de una familia inglesa
bastante conocida. Pero le agradecería que no tratase de
averiguarlo. Limítese a llamarle míster Henry Sugar.
Y eso es
lo que he hecho.